Del 23 al 28 de julio de 1967, Detroit (Michigan) fue escenario de uno de los más escalofriantes conflictos raciales de la historia de Estados Unidos. Se saldó con 43 muertos, 467 heridos y unas 7.200 detenciones, así como incalculables daños materiales. Kathryn Bigelow ambienta los hechos y reconstruye uno de los múltiples incidentes de aquellos días: el asalto del Motel Argiers por las fuerzas de la policía y lo que sucedió después.

Han pasado cincuenta años desde aquellos sucesos –cuatro desde la última película de la oscarizada Kathryn Bigelow (La noche más oscura)– y la visión de esta cinta plantea diversas preguntas. Para empezar, hay que decir que se trata de una película bien realizada y de interés: Bigelow es una veterana con un palmarés envidiable; la película está perfectamente ambientada; es dinámica y mantiene el suspense de principio a fin. Bigelow siempre se ha caracterizado por su dureza, pensemos en las ya distantes Point Break o K-19. The Widowmaker. Su cámara, Barry Ackroyd, es de una frialdad inquisitiva que pone los pelos de punta. Y los sucesos que narra –guionizados por Mark Boal, su colaborador habitual– son atroces.

Hay varios peros que se pueden reducir a uno: Detroit, que se puede ver como una valiente denuncia, como una mirada reflexiva de los norteamericanos hacia su violento y racista pasado, es también una cinta maniquea, unidimensional. Falta análisis, profundidad, comprensión de los hechos… El film se recibe como una patada en la cara, pero es frío y distante. 

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