Midnight in Paris es una película de muy buen nivel, de lo mejor que ha hecho Woody Allen en los últimos veinte años. Una deliciosa comedia, con un guión ingenioso que incluye un sentido del humor fino, con una ironía socarrona que obvia el sarcasmo y corrige la tendencia, últimamente acentuada, de este cómico brillante a subirse al púlpito para largarnos sermones con camuflaje festivo y fustigar a quien no le cae bien.

También esta vez la productora es Mediapro, de Jaume Roures, que hizo el ridículo pagando el turismo de Allen y su troupe en dos bellas ciudades mientras rodaba un esperpento titulado Vicky Cristina Barcelona y una cosa tan anodina e irregular como Conocerás al hombre de tus sueños. Ahora tendrá el honor de haber producido una de las mejores películas de Allen. Midnight in Paris tiene un envidiable sentido del ritmo, una estupenda puesta en escena y una factura brillante, todo al servicio de unos actores magníficos y muy bien dirigidos.

Es muy notable lo que el director ha logrado con el protagonista Owen Wilson (un actor encasillado en papeles de golfete histriónico), que encarna a la perfección el estereotipo de americano en París, un guionista de Hollywood acomplejado. Dos de las mejores actrices del momento (Rachel McAdams y Marion Cotillard) y un amplísimo número de actores cumplen admirablemente, en intervenciones más o menos largas, también en los cameos (memorable el Dalí de Adrien Brody obsesionado con el rinoceronte). Por otro lado, el trabajo de fotografía de Darius Khondji es magistral.

Pero lo más sorprendente de este guión de Allen, es que, en comedia blanca o si se prefiere con pH poco ácido, es de lo mejor que ha escrito en toda su carrera. Está bien construida, con una estructura sólida, unas formas de paso inteligentes y un tempo vivaz. Hay sagacidad de cómico viejo y experimentado en la manera de introducir personajes en las tramas en tres tiempos y de mostrarnos a gente muy conocida con la mirada de boca abierta del estereotípico norteamericano de viaje por Europa, que Allen ha explotado a conciencia.

Lo que podría parecer un relleno de segunda unidad para ganar metraje (esos abundantes planos iniciales de un París esplendoroso al que termina llegando la lluvia) cobra sentido cuando la película termina: es la manera de mirar París de bastantes norteamericanos.

Todo encaja en una comedia que, como todas las grandes comedias, sabe hablar con profundidad de la vida de los personajes, que se parece a la de algunas personas perfectamente identificables en el entorno de los espectadores. Se pueden pensar muchas cosas divertidas y jugosas mientras se ve esta película, sobre la relación entre ciudades y cine que han tenido mucho trato, sobre el síndrome del homo turisticus, sobre lo duro que es vivir en una gran ciudad rodeado de manadas de gente que saca fotos y que escucha explicaciones, sobre las peregrinaciones laicas y la mitomanía insaciable de la posmodernidad…

En fin, tenemos a un Woody Allen renacido, que hace muchas cosas –algunas arriesgadas– en una película muy amena que seguramente será bien recibida por el público. Una película que sufrirá, me temo, quizás más que ninguna de las suyas, que críticos, comentaristas y espectadores desalmados se crean con derecho a destripar su argumento.

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