Director: Ridley Scott. Guión: William Monahan. Intérpretes: Orlando Bloom, Eva Green, Liam Neeson, Jeremy Irons, Edward Norton, Marton Csokas. 145 min. Jóvenes-adultos.

A la vista del éxito cosechado por «Gladiator», el director inglés de 67 años Ridley Scott, insiste en la misma línea. Esta vez le ha tocado a las Cruzadas. Con un guión del primerizo William Monahan, cuenta una aburrida y grandilocuente historia sobre los prolegómenos de la tercera Cruzada (1186), en la que se perciben los efectos que produce la aplicación de cierta mentalidad contemporánea a hechos y conductas del pasado.

La puesta en escena es ciertamente espectacular, como son espectaculares los 140 millones de dólares que ha costado esta película, parcialmente rodada en España, con especial protagonismo del castillo de Loarre. El actor protagonista, Orlando Bloom («Piratas del Caribe») manifiesta notables carencias interpretativas, que se intentan compensar con la presencia de actores veteranos y más solventes como Neeson y Irons.

Dicen que las mentiras a medias son peores que las mentiras completas. Balduino IV, el rey leproso de Jerusalén, y su hermana Sibila, Guy de Lusignan, el patriarca Heráclito, incluso Balián de Ibelín (el protagonista de la película) son personajes históricos. Lo que esta película calla -lo que reinterpreta al servicio de una visión bastante beligerante- es que Sibila era una cabeza loca de enorme ambición, y que Balián de Ibelín era uno de los principales barones palestinos, casado en segundas nupcias con María Comneno, antigua reina de Jerusalén, viuda de Amaury I. Tampoco se muestra a Balduino IV como un hombre religioso, y lo fue: su justicia, su ecuanimidad, su lealtad en el trato con Saladino, su prestigio, en fin, eran parte de la fisonomía del modelo de caballero cristiano. Son algunas conclusiones de uno de los mejores historiadores de Oriente, René Grousset, de la Academia Francesa, autor de la monumental «Historie des croisades et du Royaume franc de Jérusalem», 2.500 páginas y decenas de años de investigar las fuentes cristianas y musulmanas.

Una cosa es que hubiera indeseables y acciones infames en la historia del reino franco de Jerusalén y otra este retrato sin rastro de matices, donde todo es negro y siniestro, con burdo sectarismo anticristiano y un beatífico retrato de Saladino y de sus huestes, que parecen extraídos de la literatura basura sobre la Edad Media, que tanto prolifera. Una vez más el cine interpela, anima a descubrir una verdad que no es tan simple como una película. Esto último es perfectamente comprensible. No sería justo pedir a una película el rigor de un libro serio de historia.

Sir Ridley Scott ha declarado que ya era hora de sacar a la gente de una visión idealizada de las Cruzadas. La segunda parte de su mensaje es verdaderamente llamativa: es posible una convivencia pacífica que será fruto de la renuncia a la religiosidad radical. No es difícil imaginar qué es para este cineasta eso de la religiosidad radical.

Alberto Fijo

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