En su mejor película hasta la fecha, se aprecian las constantes de este director de cuentos góticos que bebe en el cine de género de serie B. No tiene la hondura de sus compatriotas Iñárritu y Cuarón, y aplica una generosa dosis de mitomanía fílmica. Los estallidos de crudeza y sordidez aliñan todo y hacen que uno se pregunte qué complejos latentes hay en un creador que insiste en los mismos tics, pues dice haber hecho una cinta netamente autobiográfica. Con todo el respeto del mundo, al ver la película, tienes la intensa sensación de que más allá de la calidad de la puesta en escena y de la buena realización, hay una especie de reivindicación del fetichismo, maridado con un didactismo populista que reinterpreta la historia derribando mitos para poner en su lugar otros de nuevo cuño.

La historia de amor entre una limpiadora soltera y solitaria y muda que ya no cumple los 40, y un tritón andrógino confinado en unas instalaciones ultrasecretas del siniestro gobierno norteamericano de 1962 tiene momentos emotivos junto con otros de un sadismo brutal. Del Toro sigue en su laberinto maniqueo, con sus demonios y sus princesas en universos desencantados con un retrofuturismo que usa la magia tétrica-ternurista.

El año pasado una peliculita correcta, Moonlight, privó del Oscar a dos películas excelentes, La ciudad de las estrellas y Manchester frente al mar. Mala cosa esta de usar los premios para lanzar mensajes y hacer lobby. Del Toro es hábil y está subrayando las lecturas metafóricas de su cuento en clave sociopolítica. Un cuento de una calidad fílmica mejorable, donde todo es demasiado evidente y discursivo: vendrían bien implícitos y algo elemental llamado fuera de campo. Paul Thomas Anderson da un recital de su empleo en la tortuosa, fascinante y deslumbrante El hilo invisible.

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