Un hombre misterioso, llamado Jeb Wilkinson, saca a la luz una página del diario de John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln. En ella se implica en el magnicidio al tatarabuelo del buscador de tesoros Ben Gates, considerado hasta ahora un héroe nacional. Empeñado en limpiar el honor de su antepasado, Ben inicia una búsqueda sin tregua, de París a Londres, y por todo Estados Unidos, en la que encadena una serie de extrañas pistas, desplegadas por los Caballeros del Círculo Dorado. Se trata de una oscura sociedad secreta, relacionada con el ejécito sudista, la mítica ciudad azteca de Cíbola -toda ella de oro- y el Libro de los Secretos, que custodia celosamente el presidente de Estados Unidos. En su pepriplo, ayudarán a Ben sus ancianos padres, su bella esposa -de la que se ha separado recientemente- y su inefable y habilidoso amigo Riley.

Esta segunda aventura fílmica del buscador de tesoros Ben Gates tiene un guión tan infantil, esquemático, superficial e inverosímil como el de la primera. Con el agravante de que padece una mayor acumulación de sucesos trepidantes, y culmina en un desenlace demasiado aparatoso y melodramático. Sin embargo, sabe bien este cóctel de las sagas de Indiana Jones y James Bond, sazonado con unas cuantas gotas de El Código Da Vinci, pero sin proclamas anticristianas. El reparto se lo pasa en grande; los constantes golpes de humor y alguna reflexión aparentemente profunda llenan los escasos tiempos muertos; y Jon Turteltaub se luce en las secuencias de acción, algunas muy espectaculares. Queda así un notable producto para toda la familia, que no pasará a las antologías, pero que cumple su objetivo de entretener.

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