J. Edgar

La película sigue la trayectoria en el Departamento de Justicia estadounidense de J. Edgar Hoover, desde que es un joven ayudante de fiscal, pasando por su dirección del recién creado FBI, hasta su muerte. Dustin Lance Black estructura la narración alrededor de un Hoover envejecido, que dicta unas narcisistas memorias a diferentes ayudantes.

Clint Eastwood, un grandísimo director, logra dar empaque y consistencia con su clasicismo a la vida de un personaje complejo, con puntos oscuros y rasgos que invitan a la especulación. Cuenta con la ayuda de un Leonardo DiCaprio memorable, que da muchos matices al solitario Hoover, y un gran trabajo de Naomi Watts como su secretaria. El maquillaje de ambos envejecidos, sobre todo el primero, es asombroso.

El director del FBI estuvo envuelto en tantas investigaciones, que resultaba difícil escoger sobre cuáles construir la historia. El libreto de Black opta por algunas que dan perspectiva al espectador, como los atentados de comunistas y anarquistas –la obsesión con el peligro comunista en EE.UU., tan caricaturizada, tiene una base–, el secuestro del hijo de Lindbergh –que sirve para subrayar el afán de protagonismo de Hoover, pero también su lucha por definir los crímenes federales y la introducción de métodos científicos para investigar–, y los informes secretos y delicados sobre personalidades –que arrojan luz sobre el vértigo del poder y el deseo de control–.

Siendo Black el guionista de Mi nombre es Harvey Milk, parecía inevitable abordar la cuestión no aclarada de la supuesta homosexualidad de Hoover, quien nunca se casó. El enfoque no funciona, recurre a manidos clichés: la madre que reprime, la búsqueda de esposa como pieza decorativa, o la ceguera y crueldad para no aceptar “sin complejos” el amor de Clyde Tolson, su fiel colaborador y amigo.

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