El lobo de Wall Street existe: se llama Jordan Belfort y, como terapia, descargo, autoayuda o consuelo para sus hijos, escribió la historia de su vertiginoso ascenso a la cumbre de las finanzas y su brutal caída a los infiernos. Esta historia real de un joven delfín devorado por la codicia que dilapida su fortuna en salvajes orgías de sexo, alcohol y drogas no podía menos que atrapar la atención de Martin Scorsese. El veterano realizador italoamericano siente un atractivo especial por rodar en las cloacas, y si además esas cloacas se instalan en el epicentro del capitalismo, mejor que mejor.
En su libro –unas memorias descarnadas y, como la película, no aptas para todo tipo de estómagos– Belfort confiesa que lo escribe, además de para reconocer ante sus hijos que, antes de un padre ejemplar fue un ser despreciable, con “la sincera esperanza de que el relato de mi vida sirva de advertencia para cualquiera que esté pensando en malgastar los dones que Dios le ha dado en una vida de hedonismo desenfrenado… y para todos los que crean que ser llamado el lobo de Wall Street tiene algo de romántico”.
Hay que reconocer que Scorsese, aunque no deja que hable el interior del personaje –cosa que sí hace el libro, que incluye reflexiones del propio autor sobre la inmoralidad de sus actos– respeta, en cierto modo, o mejor dicho, al modo de Scorsese, el carácter moral de la historia. El lobo de Wall Street no es un héroe… es un absoluto villano, un ser degenerado, podrido por las más torpes adicciones e incapaz de establecer unas relaciones en las que se atisbe un mínimo de dignidad humana. Leonardo di Caprio borda un personaje escrito en estado de clímax continuo desde el minuto 5 (no estoy exagerando) e instalado en una especie de arriesgado acantilado de la sobreactuación.
Di Caprio supera el riesgo y es, de lejos, lo mejor de una película que, precisamente en ese estado de continuo clímax, tiene a su peor enemigo. La historia de El lobo de Wall Street nos la han contado, con diferentes acentos, muchas veces. Scorsese no quiere hacer una película de redención –no le interesa el proceso completo de Belfort– sino de denuncia, y rueda esa denuncia con una fuerza visual y un ritmo frenético… durante tres horas. Y no hay quien mantenga un clímax durante tanto tiempo, ni siquiera teniendo un actor en estado de gracia.
Al lobo de Scorsese le sobra ruido y metraje. Y como hay que llenar minutos, la película termina repitiéndose. Le sobra el encadenado de situaciones idénticas (fiestas salvajes, borracheras y broncas siderales) que –sin aportar matices narrativos– terminan por parecer alardes de principiante, empeñado en llevar al espectador a la cloaca cada cinco minutos, sin reparar que, a cualquier espectador mínimamente “leído”, le han llevado allí muchas veces y, si no es por una buena razón argumental, más de uno prefiere que le ahorren el viaje. Porque lo de ir por ir… cuando ya se ha ido… y entre gritos… y a empujones…