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Si Blade Runner se situaba en 2019, ahora nos encontramos en 2049, y la ciudad de Los Ángeles es un ecosistema completamente destruido. Allí, el agente K (Ryan Gosling) es un blade runner, cuya misión es “retirar” antiguos replicantes fuera de control. Un día, en una operación, descubre algo que puede poner en peligro el modelo de sociedad vigente. A partir de ese momento, tanto la policía como la Tyrell Corporation –creadora de los replicantes– tendrán a K en el punto de mira. Las pesquisas de K le llevarán hasta Rick Deckard (Harrison Ford), un antiguo blade runner del que se perdió la pista hace treinta años.

Denis Villeneuve tenía un especial reto al afrontar una secuela de la obra maestra de Ridley Scott. Y máxime cuando el propio Scott estaba presente en el proyecto como productor ejecutivo. Por un lado, había que mantener una cierta continuidad con la obra de 1982, no solo argumentalmente, ya que se trataba de una secuela, sino también estéticamente. Pero, por otra parte, había que hacer una obra nueva, inscrita en las corrientes estilísticas del presente, pensada para el público actual. Y por último, para rizar el rizo, Villeneuve tenía que ser capaz de desarrollar su propia autoría, expresar su propio estilo. Realmente, la meta era difícil. Pero hay que decir que, en general, el director canadiense la ha alcanzado, aunque sin llegar a igualar la obra maestra original.

La película, en el plano estético es sencillamente formidable. Respeta el ambiente urbano distópico de la primera, pero incorporando los ingentes avances tecnológicos de estos treinta y cinco años. Toda la ambientación de exteriores es un dilatado homenaje al Blade Runner original, con el añadido de unos paisajes nuevos más distópicos e inquietantes si cabe. En algunos momentos recordamos WALL·E, de Pixar, e incluso algunos pasajes de la saga Star Wars. Los interiores combinan la ciencia-ficción más purista, con algunos espacios claramente retrofuturistas, como la residencia de Deckard. Sin embargo, la planificación, el ritmo y la puesta en escena son mucho más personales, más “de autor”.

Otros elementos son claramente propios de los tiempos que corren. Por ejemplo, el nivel de violencia es incomparablemente superior al de la película de Ridley Scott. También encontramos una mezcla de géneros que no acaban de engranar con fluidez. En el plano de la interpretación, Ryan Gosling está correcto, y aunque su personaje no es que experimente un derroche de sentimientos, el actor trata de darle una cierta hondura dramática. La banda sonora de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch tiene un protagonismo que a algunos les puede resultar excesivo, como ya ocurrió en La llegada, el anterior film de Villeneuve.

Naturalmente, en el nivel temático es donde se pone más en evidencia el cambio que ha experimentado la sociedad en estas décadas. A las preguntas filosófico-religiosas de la cinta de 1982, siguen ahora las paradojas de la propia identidad, las dudas sobre el propio ser, la amenaza del transhumanismo, y el amor y el sexo virtuales. K es un hombre sin nombre, que no sabe de dónde viene ni adónde va, que no sabe realmente cuál es su condición ontológica, y cuya relación amorosa con Joi (Ana de Armas) no es que sea líquida, es que es gaseosa. En definitiva, un producto muy digno, pero que no es redondo; muy atractivo, pero demasiado largo (más de dos horas y media), temáticamente interesante, pero atravesado de posmodernismo.

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