Una versión de esta reseña se publicó en el servicio impreso 56/14

El productor discográfico Dan no atraviesa su mejor momento. Está separado de su mujer Miriam, y desconectado de su hija adolescente, Violet. Además, su forma de entender la industria musical no encaja con los nuevos tiempos. Su entrada en un garito nocturno y unas copas de más, no impiden que quede subyugado por la voz de la joven Greta, casi obligada por un amigo a cantar en el escenario. Sobre la marcha le propone grabar un disco, aunque ella, en medio de una crisis amorosa, se muestra escéptica.

Siete años después de la maravillosa Once, John Carney entrega una película que discurre en la misma dirección, por su capacidad de conmover gracias a unos personajes entrañables, bien descritos, a los conflictos a los que se enfrentan, y a una inspirada partitura musical con temas de Gregg Alexander que proporcionan el necesario mood.

Alguno podría pensar que desaparece el encanto de película pequeñita con caras no familiares al espectador –la selección de actores como Keira Knightley y Hailee Steinfeld es atinadísima–, pero lo cierto es que Carney se las arregla para conservar cierto aire indie, y sobre todo, mantenerse fiel a las claves de Once. O sea, una historia sólida –la estructura del film, con el arranque en un doble flash-back, es ingeniosa–, con valores humanos y derroteros no trillados. Y de esa manera trata cuestiones como las crisis familiares, la obsolescencia en la profesión y los rígidos mecanismos ajenos al arte y al respeto al público que a veces imperan en la difusión cultural. Asuntos que van imbricados en la trama con gran naturalidad, sin vender moralina barata.

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