Siglo XI. Después de ganar numerosas batallas, tres brujas profetizan al duque Macbeth que un día se convertirá en rey de Escocia. Consumido por la ambición y alentado por su maquiavélica esposa, Macbeth asesina al rey Duncan, ocupa su trono y se convierte en un cruel tirano, temido y odiado por todos.

Algunos consideran esta impactante película del australiano Justin Kurzel (Snowtown) como la mejor versión fílmica de la tragedia de William Shakespeare –su obra teatral más oscura y compleja–, especialmente por la solemne literalidad de su guion, la magnética teatralidad de su puesta en escena y las inquietantes sensaciones que genera su extremada planificación.

Otros la consideran un aburrido, sangriento y fallido desparrame visual, en cuyos reiterativos super-ralentizados, expresionistas virajes fotográficos –firmados por el también australiano Adam Arkapaw–, efectistas movimientos de cámara y morbosos pasajes de brutalidad y sexo, se van perdiendo a jirones las lúcidas reflexiones del bardo inglés sobre la codicia, la soberbia, la ira, la lujuria… y, en definitiva, sobre la naturaleza humana herida por el pecado y a menudo dominada por sus instintos más bajos y animales. Porque, además, según ellos, esa nítida perspectiva cristiana de Shakespeare es presentada aquí con acentos críticos, como opresiva de la libertad, cómplice de la tiranía e incluso origen de la violencia.

Tal vez estos últimos reproches sean un poco exagerados, pero explican en parte la sorprendente y distanciadora frialdad de fondo que deja en muchos críticos y espectadores la película de Kurzel, formalmente mucho más visceral y rompedora que las adaptaciones de Orson Welles (1948), Akira Kurosawa (Trono de sangre, 1957), Roman Polanski (1971) o Jack Gold (1983), pero también menos desgarradora que ellas. Es indiscutible la fuerza de las caracterizaciones de Michael Fassbender y Marion Cotillard, así como la intensidad de sus inmersiones en los infiernos del alma humana, que les valdrán merecidos galardones.

Pero, al menos a mí, no me han conmovido como sí hizo Shakespeare en mi primera lectura de Macbeth y como también lograron varios filmes inspirados en esa obra. Ni siquiera me conmoví cuando la enfática banda sonora de Jed Kurzel subraya sin pudor las impresionantes imágenes de su hermano Justin.

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