Una versión de esta reseña se publicó en el servicio impreso 88/14

“Película de Ken Loach” a menudo es sinónimo de “película ya vista”. Y es que la fidelidad de Loach a sus principios durante toda su dilatada carrera es antológica; principios ideológicos, pero también estéticos. Algo que se puede interpretar como una virtud ejemplar o como un inmovilismo impermeable a la realidad. Lo mismo se aplica a Paul Laverty, el guionista de esta y de tantas otras películas de Loach.

Sin embargo, hay que señalar, para ser rigurosos, que algunos títulos de Loach se han salido un poco del trillado camino de la denuncia militante y han recalado en historias más intimistas, más humanas; eso sí: siempre fieles a la preferencia de Loach por los más desfavorecidos. Es el caso de las recientes Buscando a Eric (2009) o La parte de los ángeles (2012).

Con Jimmy’s Hall, Loach nos ofrece una película histórica, ambientada en la Irlanda de los primeros años treinta, bajo la sombra de la no muy lejana Guerra Civil irlandesa (1922-23). Concretamente, cuenta un periodo de la vida de James Gralton (1886-1945), líder del Revolutionary Workers’ Group, antecedente del Partido Comunista irlandés.

Después de una larga estancia en Nueva York tras la Guerra Civil, en la que desertó del ejército británico, James regresa a su casa, en un lugar cercano a la frontaera del Ulster, para cuidar de su madre. La trama gira en torno a un establecimiento, el Pearsy-Connolly Hall –verdadero protagonista del film–, en el que James organiza para la gente del pueblo bailes, jazz, talleres de pintura, de boxeo, de creación literaria… El problema es que el párroco, el padre Sheridan, considera que solo la Iglesia católica tiene la misión de educar al pueblo, y que por tanto esa iniciativa es una provocación, máxime cuando enseña cosas ajenas a la tradición irlandesa y está capitaneada por un ateo comunista. Los “señoritos” del pueblo se alían con el párroco para combatir a James y su Hall. Solo el coadjutor, el padre Seamus será crítico con esta estrategia destructiva.

Es Ken Loach en estado puro, o sea, inmortal doctrina de lucha de clases: ricos y pobres, curas reaccionarios y curas tolerantes, malos y buenos, capitalistas y obreros… Pero también es Loach cien por cien en su puesta en escena: antológicas secuencias corales de discusiones y debates, escenas violentas –siempre didactistas– junto a otras emotivas, recreación casi documental del ambiente de los trabajadores… La novedad más interesante es el espacio que da al jazz primitivo y la música popular irlandesa, y a sus respectivos bailes, lo que hace más digerible el planteamiento tan ásperamente dialéctico del film.

Fascinantemente rodada, magistralmente dirigida con actores no profesionales, solo nos queda lamentar lo que siempre lamentamos después de ver una película de Loach/Laverty: su falta de libertad ante su propio credo político. No hay imprevistos. Por otra parte, esta es posiblemente la cinta más frontalmente anticlerical de su filmografía. Al menos, el personaje del intransigente padre Sheridan es un personaje bien construido, de carne y hueso, inteligente y con ciertos matices.

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