Hombres, mujeres y niños

A la salida del cine hubiera abofeteado a Reitman. En plan Gilda. Sin darle derecho a réplica, y cuando me preguntara los motivos le diría que por cobarde o por frívolo. Solo después del guantazo le hubiera dejado responder.

Jason Reitman, como es habitual en su filmografía, pone el foco en una cuestión de máxima actualidad y con claras connotaciones morales (lo mismo que hizo con el tema del aborto en Juno, la cruzada del tabaco en Gracias por fumar o el coste personal de la esclavitud del trabajo en Up in the Air). En este caso, Reitman pone a circular delante de la pantalla a un grupo de hombres, mujeres y niños tocados –y a veces hundidos– por su relación con las redes sociales. Con un cine bastante pegado a la vida misma, aunque también –todo hay que decirlo– bastante manipulado para que la fotografía le salga, Reitman habla de realidades muy reconocibles y también muy dolorosas. Habla de la brecha digital entre padres e hijos, la dictadura de la imagen a través de las redes y el afán de ser famosa, la adicción a los videojuegos y especialmente las múltiples combinaciones de sexo e Internet: el padre que contrata prostitutas como quien hace la lista de la compra, la madre que descubre que con un solo clic puede tener una “aventura extramatrimonial confidencial” y el hijo que, adicto al porno en Internet desde la infancia, es incapaz de tener una relación normal en la vida real.

Lo que cuenta Reitman es duro, incómodo, excesivamente subrayado y explícito… pero real. Mientras la narración avanza y seguimos viendo personajes golpeados por la dichosa red de redes, uno llega a plantearse desaparecer de ella, borrar sus perfiles, cerrar todas sus cuentas e irse al campo a vivir. O mejor, quizás con no tanta radicalidad, uno piensa qué hay que hacer ante un instrumento que nos simplifica tanto la vida… y que tanto puede complicárnosla. Y la solución no es fácil porque el único personaje que trata de resolver algo es una madre histérica dispuesta a chequear a su hija adolescente hasta la última coma digital. El espectador sabe que por ahí no van los tiros y sigue buscando… Y espera que Reitman haga lo mismo.

Pero no: una vez que Reitman enseña el cadáver y muestra el tumor, una vez que ha demostrado que su telescopio tiene buena lente y que lo que ha descubierto tiene todo menos buena pinta, cierra el cadáver con la infección dentro, apaga el foco, desconecta el telescopio, nos da una palmadita en la espalda y con una sonrisa de condescendencia –y un afectado discurso en voz en off– nos dice: “pero no te preocupes, tampoco es tan importante, así es la vida, qué le vamos a hacer, relájate”. Y ante semejante giro solo hay dos posibilidades: o Reitman es un frívolo, o es un cobarde y acomplejado que prefiere abandonar la lógica de la narración, que pide a gritos una respuesta moral, antes de que le llamen conservador.

Yo siempre sospeché lo segundo: los problemas que plantea Reitman en sus películas solo tienen una posible respuesta desde algunos valores humanos como la sobriedad, la generosidad, la responsabilidad, el esfuerzo, la claridad de ideas, la lealtad e incluso la disciplina. Y todos estos valores –por motivos absurdos y especialmente en Estados Unidos– tienen la etiqueta de conservadores. Así que tienes dos caminos: o te tiras al agua con todo el equipo y que la gente diga lo que quiera, o llegado el momento, te echas para atrás, silbas y disimulas. Y quizás habrás salvado tu reputación como cineasta supuestamente progresista pero has conseguido hundir lo que podría haber sido una buena película. Y por ese motivo te has ganado un guantazo. A lo Gilda.

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