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Correctamente narrada e interpretada, esta adaptación del segundo libro de la Biblia apabulla al espectador por la impactante puesta en escena del inglés Ridley Scott (Alien, Blade Runner, Gladiator), resuelta con una clásica planificación colosalista, un montaje trepidante y unos efectos visuales de última generación. Pero, como en El reino de los cielos y en Robin Hood –también de Scott–, al guion le falta hondura dramática, moral y religiosa, a pesar de su aparente fidelidad al texto bíblico. De modo que su despliegue formal casi nunca conmueve.

Pesan como losas el clamoroso descuido de numerosos personajes secundarios y, sobre todo, la escasa autenticidad de los diversos encuentros de Moisés con Dios. Este enfoque, más esotérico e inmanente que verdaderamente religioso, toca fondo durante las impresionantes secuencias de las plagas, en las que Scott elimina los sucesivos avisos que Moisés fue dando al faraón, según la Biblia, dejando a ambos como meros espectadores de la ira divina.

En fin, la película adopta una idea visionaria, antirracional y muy poco encarnada de la experiencia religiosa, que se presenta con rasgos demasiado cercanos al fundamentalismo violento. Así ocurre en la abrupta transformación de Moisés de postmoderno individualista y ateo en creyente casi incondicional y líder revolucionario sin mucha relación con su pueblo.

La superproducción de Scott se queda muy lejos de las dos versiones que hizo Cecil B. DeMille de Los Diez Mandamientos, y también de El príncipe de Egipto, la notable película de DreamWorks.

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