Recientemente, las grandes compañías de tecnología han decidido suspender las cuentas de Donald Trump en las diferentes redes sociales, en respuesta a la toma del Capitolio por parte de seguidores de Trump. ¿Cómo afectan estas decisiones a la libertad de expresión y al discurso público?
El señor expresidente no tiene cómo hacerse escuchar. Después del asalto al Capitolio y en cuestión de pocos días, Trump fue eliminado o suspendido por Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat, Youtube y Twitch. Otras plataformas como Shopify decidieron eliminar las tiendas en línea de su campaña y su organización, y Stripe dejó de procesar los pagos para el sitio web de su campaña.
Como última opción quedaba Parler, la red social que ha crecido por su promesa de imparcialidad y libertad de expresión para sus usuarios. Sin embargo, poco después Parler también desapareció, una vez que Apple y Google eliminaron la app de sus tiendas y Amazon declaró que no le brindaría sus servicios de hosting. Apple y Google le exigieron a Parler establecer unas condiciones de uso similares a las de las otras plataformas de las big tech si quería volver a sus tiendas. Todo esto ha despertado un enorme debate sobre la libertad de expresión, su regulación y el poder de las grandes compañías tecnológicas.
Echar a Trump
Después de años de luchar por limitar las regulaciones gubernamentales a las plataformas sociales, alegando defender la libertad de expresión, han sido estas mismas quienes han dado el complicado paso hacia la limitación de dicha libertad. Algunos directivos se mostraron poco orgullosos de sus propias decisiones, como fue el caso del CEO de Twitter, Jack Dorsey: “No celebro ni me siento orgulloso de que hayamos tenido que prohibir a @realDonaldTrump estar en Twitter, ni de cómo llegamos aquí”. La mayoría de las redes centraron el debate en la necesidad en la que se vieron de tomar esta decisión en pro de la seguridad pública.
¿Por qué las redes sociales no actúan contra amenazas como la pornografía infantil, con la misma premura con que suspendieron la cuenta de Trump?
Sin embargo, el debate ha ido más allá: ¿eran los tuits de Trump verdaderas amenazas a la seguridad? ¿Deberían tener las redes sociales el poder de silenciar a los ciudadanos? ¿Pueden ellas definir los límites de la libertad de expresión? ¿No es eso el cometido de jueces o legisladores? ¿Por qué no actúan con tanta premura ante otras amenazas, como la pornografía infantil en sus plataformas, los lives violentos, etc.? ¿Son las redes sociales solo plataformas o tienen responsabilidad sobre lo que se publica en ellas y sobre las consecuencias que ello tiene en la vida real?
Esto muestra que las grandes compañías de tecnología pueden controlar el discurso público y la conversación global, seleccionar lo que se escucha y lo que no, bloqueando a un político poderoso al que han votado más de 74 millones de estadounidenses. Además sugiere que, aunque Facebook, Twitter, Instagram y demás sean empresas privadas, hay algo en su decisión de echar a Trump del espacio de debate que la hace diferente de la práctica de un restaurante de reservarse el derecho de admisión.
Respecto a la pregunta sobre si las empresas privadas de tecnología pueden guiar el discurso público, la respuesta es sencilla: sí, ya lo hacen. Es ingenuo plantearse lo contrario. Ahora bien, los usuarios, ciudadanos y gobiernos pueden y deben exigir más honestidad en cuanto a cómo lo hacen y también quejarse y presionar si no les parece bien que sean ellos quienes decidan cómo y cuándo limitar la libertad de expresión. Nos hemos olvidado de que son empresas privadas, con intereses propios, y les hemos dado más poder del que hoy en día nos hace sentirnos cómodos. Por eso, el debate sobre lo que ha ocurrido con Trump no es solamente sobre Trump y sus seguidores, ni siquiera es solamente sobre el futuro político de EE.UU., sino sobre la identidad y alcance de las redes sociales. No porque esto haya cambiado de improviso, sino porque hasta ahora estamos dándonos cuenta de las implicaciones que esto tiene de manera inmediata en el discurso público.
Los hechos
El 6 de enero de 2021, el recién estrenado Congreso contaba los votos electorales en medio del proceso de confirmación de la victoria de Joe Biden. Trump pedía a sus seguidores protestar frente al Capitolio. En su mitin, les instó a luchar: “Nunca recuperarán nuestro país con debilidad, tienen que demostrar fuerza y tienen que ser fuertes”.
Algunos de sus seguidores se tomaron el llamado a la lucha de forma literal y a las pocas horas agitadores pro-Trump derribaban las barreras de seguridad del Capitolio. Los agitadores desbordaron a la policía y poco después lograron entrar al edificio e invadir la oficina de Nancy Pelosi y el estrado del Senado, extendiendo el caos. En un tuit, Trump pidió a sus seguidores que se mantuvieran pacíficos y les pidió respetar la ley. Cinco personas fallecieron como consecuencia de los disturbios y varios agentes de seguridad resultaron heridos.
Finalmente, Trump desplegó a la Guardia Nacional y al poco tiempo publicó un video en el que, después de repetir que le habían “robado las elecciones”, pidió a la gente que se fuera a su casa y que respetaran la paz y la ley. Ese mismo día, Twitter suspendió su cuenta durante 12 horas por “violaciones repetidas y graves de nuestra Política de integridad cívica”. Y el 8 de enero suspendió la cuenta de forma permanente, alegando que existía riesgo de “incitación a la violencia”. Mark Zuckerberg, por su parte, decidió suspender la cuenta de Trump en Facebook e Instagram por la “probabilidad” de que las intenciones (“likely intent”) del presidente fueran a hacer escalar la violencia, no detenerla. No alegó ninguna publicación específica, sino las que puso a lo largo de la semana, así como su decisión de no condenar claramente las acciones de sus seguidores.
¿Interés por la patria o interés propio?
La reacción no se hizo esperar: como una explosión de la ya conocida aversión al poder sin límites de las big tech, hubo millones de comentarios negativos ante la decisión de las grandes compañías de poner coto a la libertad de expresión.
El debate se enmarca como una pregunta acerca de los intereses de un poderoso grupo de ejecutivos de tecnología que lideran empresas privadas, pero cuyas decisiones afectan a todos. Dicho en palabras del mismo Dorsey: “Establece un precedente peligroso: el poder que un individuo o corporación tiene sobre parte de la conversación pública global”.
Estas acciones elevaron su visibilidad no simplemente como herramientas tecnológicas, sino como instituciones políticas con una capacidad de controlar el discurso público con herramientas cuanto menos opacas: no hay juicios ni leyes, solamente unas abstractas condiciones de uso y un algoritmo secreto, además de una decisión personal de eliminar publicaciones y cuentas. Este poder puede usarse para callar las voces de algunos y promover las de otros: el caso de Trump ha sido solo el más reciente y alarmante ejemplo.
¿Quién fija las reglas?
La libertad de expresión se ha convertido para Occidente en un derecho inalienable, por lo que la legislación ha preferido crear un marco jurídico donde es posible excederse en su ejercicio, antes que impedirla, por los peligros que esto puede traer para las libertades sociales.
Por ello, es complicado evitar los excesos de la libertad de expresión y se prefiere condenar la acción después de cometida, si es que el derecho estipula que lo amerita. El marco legal deja un amplio margen a la ética personal y empresarial sobre el uso de esta libertad.
Ahora bien, las grandes compañías de tecnología han cambiado estas reglas del juego, y sin esperar al dictamen judicial (dictamen que sería complicado, dada la identidad global de las plataformas y la inmediatez con la que se espera que actúen), deciden por sí mismas qué debe aparecer en el discurso público, que hoy en día se identifica casi por completo con estas mismas plataformas. Por tanto, es difícil argumentar que solamente se está suspendiendo al usuario de la red social, pero no del debate público, pues actualmente la discusión se da en gran parte en estas plataformas.
Las declaraciones de Angela Merkel, en las que tildaba de problemáticas las acciones de las redes sociales, van por este camino: tenemos que designar a alguien para que ponga límites a la libertad de expresión, pero ¿son las compañías de tecnología las más idóneas para hacerlo? El portavoz de Merkel, Steffen Seibert, no lo cree. En sus declaraciones afirmó que el derecho fundamental de la libertad de expresión, “puede ser regulado pero de acuerdo con la ley y el marco definido por los legisladores, no de acuerdo a la decisión de los administrativos de las redes sociales”.
Además, contrariamente al espíritu de la legislación occidental, las declaraciones de Zuckerberg y Dorsey sobre la decisión de censurar a Trump mencionaban la “probabilidad” de las intenciones de Trump y el “riesgo” de que sus palabras fueran interpretadas de modo violento. Por tanto, el foco se mueve desde lo que realmente se dijo hasta la miríada infinita de intenciones e interpretaciones que pueden haber tenido sus palabras, un terreno peligroso para la libertad de expresión, pues cualquier discurso podría censurarse bajo estas premisas.
Silenciar a Parler y a sus usuarios
En un último giro de eventos, Google y Apple decidieron sacar a Parler de sus tiendas de aplicaciones. Al poco tiempo, Amazon Web Services se negó a alojar el sitio web de Parler, provocando en conjunto una alineación casi total del ecosistema digital debido al duopolio imperante en los smartphones.
Parler, conocida como la red social de la libertad de expresión, había sumado numerosos usuarios nuevos que huían de la sensación de censura provocada por las grandes compañías como Facebook y Twitter, muchos de ellos seguidores de Trump.
Estas acciones solo sirvieron para reforzar la sensación de una acción coordinada en contra de la derecha trumpista y aumentar la presión para que las grandes compañías tecnológicas den cuenta de sus acciones y demuestren la legitimidad de las decisiones que toman, que hoy en día se perciben como juicios arbitrarios, muchas veces con repercusiones positivas para sus propios intereses.
Gran parte del poder que han obtenido las big tech les ha sido dado por la cantidad de usuarios que tienen, convirtiéndose en cuasi monopolios (o duopolios, en el caso de los sistemas operativos), como es el caso de Facebook, que con las compras de Instagram y WhatsApp ha sido acusado de usar su poder para aplastar a sus competidores más pequeños. De hecho, este fue el motivo de la demanda del gobierno de EE.UU. en su contra a finales de 2020, por la que Zuckerberg (junto con Jeff Bezos, de Amazon; Sundar Pichai, de Google, y Tim Cook, de Apple) hubo de comparecer y responder a las acusaciones de “monopolio ilegal”. La fiscal general de Nueva York, Letitia James, afirmó que “Facebook usó su poder para suprimir la competencia y así poder aprovecharse de los usuarios y ganar miles de millones, al convertir los datos personales en una vaca lechera”. Esta demanda se suma a otras causas antimonopolio que tienen abiertas en EE.UU. y en la UE.
Falta de competencia
La falta de competencia en el ámbito de redes sociales limita las posibilidades de elección que los usuarios tienen acerca del tipo de conversación digital en la que quieren participar, además de que quedan en riesgo de ser expulsados del mundo digital si no están de acuerdo con el modo en el que las grandes plataformas deciden llevar la discusión pública.
Otro problema es que los usuarios no tienen un verdadero acceso a la toma de decisiones de las plataformas, ni pueden apelar a ellas si una decisión les parece incorrecta, o si la cuenta no incumple las normas, pero es denunciada para boicotearla por venganza o simple desagrado. Las reglas no están claras, y esto deja a los usuarios desprotegidos desde muchos frentes. Así lo dice Emily Bell, profesora de la Universidad de Columbia, en el Financial Times: “Si estas plataformas quieren retener su tamaño y poder, deben implementar un procedimiento para que se les pueda pedir cuentas, y ser transparentes en sus decisiones”.
Con sus últimas acciones, las tecnológicas parecen erigirse en instituciones políticas capaces de controlar el discurso público con herramientas opacas
Por todo esto, el éxito de Parler surgió como una luz de esperanza y como posibilidad de competencia: los disidentes digitales podían expresar sus opiniones. Se convirtió en la app más descargada de EE.UU. después de las recientes elecciones, y con su suspensión de las app stores vino también una protesta masiva ante las decisiones arbitrarias de los dueños de las grandes tecnológicas. Google y Apple exigieron a Parler una mejora en su plan de moderación, pues dieron por hecho que parte de la coordinación de los eventos del Capitolio había tenido lugar en dicha plataforma.
Sin embargo, es problemático que la única forma de responsabilizar a una plataforma por el contenido que permite sea el “castigo” por parte de otras plataformas similares, sin mediación ni análisis objetivo del caso, tomando por sus manos la justicia. Debería haber otras maneras de hacer rendir cuentas de las acciones de las plataformas, sin que eso implique avalar los intereses propios o de otras compañías.
Tales acciones muestran la falta de equilibrio y el excesivo poder que tienen algunas plataformas con respecto a otras, así como con respecto al control de la libre expresión de los usuarios. ¿Tienen Google y Apple el derecho de demandar de las aplicaciones un plan de moderación? ¿Hacen las mismas demandas con Facebook, Twitter y YouTube? ¿Por qué no eliminaron las plataformas de sus tiendas cuando el mismo Facebook admitió que su aplicación se utilizó para incitar violencia y un genocidio en Myanmar? ¿Por qué no exigieron a YouTube un plan de moderación cuando se supo que pederastas usaban su red para contactar con niños? ¿O cuando se supo que el tirador de Nueva Zelanda se había radicalizado a través de un canal que estaba en esa misma red?
Google y Apple no hicieron nada en estos casos, lo que demuestra que su aplicación de justicia es selectiva, y el peligro es que no sabemos qué podría venir después. Si Parler acepta modificar sus condiciones de uso, ¿juzgarán también Google y Apple si estas nuevas condiciones son adecuadas? ¿Qué pasa si no les gustan? ¿Podrán exigirle una moderación de contenido igual a la de Facebook o Twitter? Y si Parler no acepta, ¿pueden negarle el permiso de existir en internet?
Es necesario, en resumen, un plan de moderación de contenidos para todas las plataformas, a fin de evitar que las grandes tecnológicas dicten las condiciones de la libertad de expresión para todos.