La pregunta sobre una película que hace la número 23 de su serie solo puede ser: ¿es mejor que las anteriores? Con las películas de Bond se pueden hacer todo tipo de estadísticas y ordenar por preferencias. Hay los que prefieren a Pierce Brosnan, los que siguen añorando a Sean Connery o los que reivindican el corto reinado de Geroge Lazenby. Por mi parte, diré que Daniel Craig ha aportado al personaje un giro muy positivo y que, de los tres capítulos que ha interpretado, este es el mejor, posiblemente por delante de Casino Royale.

Con un guión muy trabajado, Sam Mendes (American Beauty, Revolutionary Road) –quien, por cierto, entró a dirigir la cinta gracias a su amistad con Craig– ha imprimido profundidad en la narración y en los personajes. Prueba de ello es que se entiende perfectamente la petición expresa que se ha hecho a los críticos para que hablen lo menos posible del argumento. Un argumento que encierra sorpresas narrativas impensables en cualquier otro capítulo de la saga.

En cuanto a los personajes, Bond no va a dejar de ser Bond y ahí están sus martinis (y sus cervezas Heineken), sus escarceos sexuales y las armas. Pero debajo del cartón piedra de Bond, de M o del villano (espectacular interpretación de Bardem a pesar de su espantoso estilismo) hay un propósito decidido de construir personajes que tienen una historia. Lo explica el propio Craig: “El Bond de Skyfall es más viejo. Y tiene conciencia. Siempre he estado interesado en la conciencia de Bond, porque creo que todas las acciones tienen consecuencias. Bond es un asesino y eso le tiene que afectar”.

Junto a esto, hay en Skyfall otra interesante línea argumental que es una reivindicación –algo nostálgica– del pasado, de los antiguos agentes frente al imperio de la tecnología. La cinta se convierte, de alguna manera, en una defensa del hombre frente a la máquina. Una defensa amable, pues en este tramo se concentra gran parte del humor de la película.

Y que no se preocupe el público masculino ni los amantes del cine de acción imaginando un 007 de arte y ensayo. Ni la nostalgia ni la construcción de personajes quitan un gramo de ritmo y adrenalina a una cinta en la que brillan unas espectaculares secuencias de huidas, carreras, golpes y peleas ejemplarmente rodadas y coreografiadas. En este sentido, simplemente los primeros 20 minutos, con una vertiginosa persecución que termina con los magníficos títulos de crédito sobre un precioso tema de Adele, compensan pagar la entrada.

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