Debut en la dirección del creador de El ala oeste de la Casa Blanca y guionista de La red social y Moneyball. Aaron Sorkin parte de la historia real de Molly Bloom, conocida como “la princesa del póker” por organizar partidas de cartas clandestinas con apuestas altas e invitados de postín, entre ellos estrellas de Hollywood.

La estructura del guion se asemeja a la de otro título reciente de Jessica Chastain, El caso Sloane. Pues se combinan los trazos biográficos –la carrera truncada de Molly como esquiadora, la relación difícil con su padre, su ascenso con el póker– con la preparación de su defensa después de que el FBI le acuse de conspiración. Desvalida, acudirá al abogado Charlie Jaffey, célebre por su integridad, en quien encuentra una nueva figura paterna.

Se nota que hay un guionista detrás de la película. Sorkin maneja un libreto de hierro, con diálogos chispeantes. Se da una visión positiva de Bloom: lo discutible de su profesión se disculpa por los condicionamientos familiares, y en cambio se destaca la preocupación por sus clientes cuando se exceden en sus apuestas. Y si hay consumo de drogas, se reconoce como lo que es: un error garrafal. Quizá en los tecnicismos del póker el neófito puede perderse, pero no resulta de vital importancia.

La narración es ágil; los saltos entre hilos narrativos, coherentes; el uso de la voz en off, el justo. Hay drama intenso y un puntito de intriga. Y los personajes secundarios están cuidados, aunque a veces sea con pocos trazos. Además, Chastain sabe apropiarse de su personaje, ofreciendo una gran interpretación, como alguien deseosa de tocar poder, conocedora de las reglas del juego donde se ha sumergido, pero a la que falta afecto en su vida. Aunque las carencias familiares, o el trato con el abogado llenan ciertas lagunas, resulta extraña la ausencia de una vida personal digna de ese nombre en Molly adulta, e incluso la aparición del padre en cierto momento resulta algo postiza.

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