Tras una noche de jarana, Julio y Julia se despiertan en el apartamento madrileño de ella. No se acuerdan el uno del otro: tan bebidos debían de andar en la gran juerga. Constatan preocupados que los teléfonos, la tele, Internet no funcionan, y que desde la ventana se vislumbra una gigantesca nave extraterrestre. Las autoridades recomiendan que no se salga a la calle, de modo que ambos se quedan en el piso; enfrente tienen a un lunático vecino cotilla, Ángel, y pronto se suma otro con pinta de zumbado: Carlos, el novio de toda la vida de Julia.
Nacho Vigalondo, guionista y director –y por suerte, aquí no actor–, acreditó en Los cronocrímenes talento y originalidad para desarrollar una historia con pocos medios. Aquí se confirma esa capacidad, pues saca enorme partido al arranque, y a la ceremonia de fingimiento sobre la posibilidad de que haya un infiltrado extraterrestre, impulsada por la atracción, los celos y la paranoia.
La combinación de fantástico y comedia funciona. Hay momentos muy divertidos –Vigalondo toma la vena de su amigo y coproductor Borja Cobeaga– y algún giro ingenioso, aunque la trama se estira en exceso.
Sobran, además,un par de detalles de estúpido exhibicionismo: un recurso aprendido por Vigalondo, tal vez, en su etapa de guionista del reality Gran Hermano.