Tim Burton entrega su mejor película desde Big Fish, de 2003. Adapta la novela homónima de Ransom Riggs, cuya trama –un adolescente que viaja a un mundo fantástico–, todo un proceso de maduración, tiene mucho en común con Alicia en el País de las Maravillas. Pero aquí los logros del cineasta son mayores: consigue cierto realismo en el mundo mágico que nos pinta, nos creemos lo que vemos.

Jake es hijo único, en el colegio le toman el pelo, su padre no le hace mucho caso. En cambio tiene una conexión especial con su abuelo Abe que, de pequeño, le contaba apasionantes cuentos. Una noche, antes de morir en extrañas circunstancias, le habla de un singular orfanato en el que habría estado en 1943, el hogar de Miss Peregrine para niños peculiares. El chico queda afectado, y su psicoterapeuta está de acuerdo en que viaje con su progenitor a Gales, donde estuvo ese orfanato, bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial. Allí encontrará una puerta que le lleva a un mundo fantástico, de niños peculiares, o sea, con un don, custodiados por miss Peregrine.

Lo mejor que puede decirse de la película es que nunca deja de sorprender. Llama la atención el guion sin fisuras ni caídas de ritmo urdido por Jane Goldman, acostumbrada a las lides de las tramas fantásticas y acción (Stardust, Kingsman). Su alianza con Burton resulta perfecta, pues el director se encuentra muy a gusto con una amplísima galería de personajes estrambóticos e inadaptados, buenos y malos, y puede dar rienda suelta también a su sentido del humor, esos ojos que anhelan tener los Huecos, o el Barron compuesto por un delirante Samuel L. Jackson, verdaderamente genial.

Además de que la narración es agilísima, visualmente el film es muy original, en decorados y diseño del aspecto de los personajes y su vestuario, con magníficos efectos especiales, donde destaca la batalla entre gigantes y esqueletos, deslumbrante homenaje a Ray Harryhausen.

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