Una versión de esta reseña se publicó en el servicio impreso 48/13

(Actualizado el 5-03-2014)

“Son gente podrida. Tú vales más que todos ellos”. Es lo que dice Nick Carraway a su amigo Jay Gatsby en una novela trágica y desencantada, que Francis Scott Fitzgerald publicó en 1925. Una novela sobre gente podrida, gente que se descompone en vida, como el propio Carraway, narrador de la historia, que cae en la cuenta de que cumple 30 años mientras el atlético marido de Daisy, Tom Buchanan, le ofrece la enésima copa. “Ante mí –confiesa Carraway– se extendía el ominoso sendero de una nueva década”.

Baz Luhrmann y su coguionista de toda la vida, Craig Pearce, han hecho una película notable ante la que cualquier lector de la novela, cualquier conocedor de la vida y la obra de Francis Scott Fitzgerald, no debiera sorprenderse lo más mínimo. La película puede gustar más o menos, pero cuenta una historia que es la que es: la de unos personajes lastimosos en un mundo repulsivo, hortera y falso. La de un náufrago agarrado a una quimera.

El gran Gatsby es la historia de una mentira, de un anhelo de perfección en mitad del basurero, del ansia de eternidad en un mundo caduco y cruel, una charca inmunda que han cubierto con unas bambalinas muy aparentes. La inmoderada tendencia a la mitificación y al malditismo fashion victim puede llevar a algunos a una crítica poco inteligente del trabajo de Luhrmann. Desde luego, no seré yo quien caiga en la memez de proponer a Fitzgerald como una víctima del sistema, como una especie de elegante héroe trágico, trasunto del Gatsby de su novela. Una cosa es reconocer su valía como escritor; otra muy distinta mitificarle. Con lo cual, lo de los puristas diciendo que Luhrmann ha traicionado el espíritu de Fitzgerald me parece risible.

El director australiano dirige a unos actores que me parecen mejores que los de cualquier versión cinematográfica anterior. Di Caprio y compañía hacen un trabajo excelente y sus personajes tienen el recorrido que deben tener, ni más ni menos. La puesta en escena es inteligente, con un vestuario y una ambientación brillantes. Que Luhrmann es un director operístico lo sabíamos ya, y su recurso al montaje vertiginoso sigue siendo tan eficaz como siempre. El vicio y la depravación son aburridos. Y hay tramos de la película voluntariamente aburridos, que quieren incomodar con reiteraciones, con esos flashbacks que nos recuerdan que Gatsby, en el fondo un chanchullero sin pedigrí, quiere reescribir la historia, su historia. Como quiso hacerlo Fitzgerald, que tuvo una vida mucho menos divertida y amable que la que inteligentemente idealizó Woody Allen en Midnight in Paris.

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