Una versión de esta reseña se publicó en el servicio impreso 72/15

Segunda entrega de la saga El corredor del laberinto, otra trilogía de aventuras de adolescentes en un mundo futuro post-apocalíptico, al estilo de Los Juegos del Hambre o Divergente. La primera cinta sirvió para presentar a Thomas y sus amigos, atrapados en un laberinto mortal, sin saber dónde estaban ni las razones de su encierro; todo en esa historia es enigmático.

La nueva película comienza donde terminó la anterior: tras evadirse, Thomas y sus amigos consiguen llegar a unas instalaciones donde les prometen una vida normal. No tardarán en descubrir que siguen atrapados y en peligro, que son especiales y que hay poderosos que no cejarán hasta descubrir y quitarles aquello que les hace inmunes a… algo. El problema es a dónde huir, dónde conseguir ayuda si no queda nada fuera de las instalaciones en que han sido acogidos.

Wes Ball, joven director que hizo del primer episodio uno de los grandes éxitos del año pasado, repite con igual fortuna o mejor. Con los mismos equipo técnico y actores cuenta una historia similar, no idéntica, y explota con habilidad las diferencias: el ritmo es todavía más trepidante, y en plena carrera se producen hallazgos y aparecen nuevos personajes; descubrimos la amenaza, la resistencia, la esperanza; sobre todo, vemos personajes de carne y hueso capaces de equivocarse y de rectificar, de grandes egoísmos y de actos heroicos. Además se plantean algunas cuestiones éticas interesantes sobre la investigación científica y sus límites, sobre el modo de justificar acciones ruines por una buena causa, y algunas más.

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