Hace cinco años el realizador alemán Oliver Hirschbiegel rodó una de las películas recientes más interesantes sobre el nazismo. El hundimiento, además de contar el final de Hitler, escarbaba en el horror de un régimen diabólico. En Cinco minutos de gloria, un asesinato cometido durante el conflicto norirlandés sirve para presentar una profunda reflexión sobre la violencia y sus efectos en las víctimas y en los verdugos.

En Lurga (Irlanda del Norte), en 1975, un adolescente unionista y protestante acribilla a otro joven católico irlandés ante la mirada impotente de su hermano pequeño. 30 años después, una cadena de televisión pretende unir al asesino -profundamente arrepentido- y al hermano de la víctima.

El magnífico guión de Guy Hibbert consigue, en apenas 90 minutos, poner sobre el tapete muchas de las cuestiones que rodean al debate actual sobre el terrorismo. Como una especie de panzer, y con la fuerza de mostrar la evidencia de la condición humana, la película arremete con las ideologías que defienden la violencia, ridiculiza la ingenuidad de quien piensa que todo se arregla con un apretón de manos y critica el lamentable papel que en ocasiones desempeñan los medios.

Hibbert tiene que lidiar en muchos frentes, y hay momentos en que parece que la película se le va a ir de las manos. Hay mucho cambio de género, hay excesivas cuestiones que se abren y no se cierran (no hace falta), hay decisiones discutibles, como la de encerrar a dos personajes en un coche después del hipnótico arranque… pero, precisamente porque la historia asume estos riesgos y sale indemne, estamos hablando de un buen guión y un buen director, premiados en la pasada edición de Sundance. Hirschbiegel imprime a la historia un profundo verismo con un buen trabajo de cámara y consigue arrancar unas magníficas interpretaciones a un dolido y sufriente Liam Neeson, un desconcertado y casi loco James Nesbitt y una contundente y resolutiva Anamaria Marinca (4 meses, 3 semanas y 2 días).

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