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Imagínense que hay que explicar con una película la realidad de Estados Unidos a alguien que no sabe nada de historia, de culturas. Y para explicarle cómo es le enseñamos unos planos de unas familias japonesas, entrañables. Luego aparece un avión donde sale un piloto con cara de bruto mascando chicle, y con fotos de playmates pegadas en el salpicadero. Por último vemos cómo ese avión lanza la bomba atómica sobre la ciudad de esas amables familias japonesas. Una vez terminado el cortometraje, se le dice al ignorante espectador: “Ya ves, esto es América”.

Hiroshima existió. Nadie lo duda. Nadie se alegra. Pero el juicio sobre los americanos que se deduce de ese film, ¿es justo? Es una mentira. Aunque Hiroshima sea una verdad.

Esto mismo es lo que sucede con la última película de Amenábar, Ágora: unas bases históricas reales, muchísimo maquillaje y caricatura históricos, para llegar a unas conclusiones completamente equivocadas.

Amenábar vuelve a demostrar que es un grande en el oficio de dirigir películas. Otra cosa es que él decida someter su genio a los imperativos del pensamiento único. Lo más interesante es que Ágora no aparenta ser una película hecha en la era digital, sino que parece que todo decorado es real. La dirección artística es soberbia, y Rachel Weisz hace de Hipatia un personaje memorable. La película es solemne, minuciosa, con un trabajo del sonido espectacular y con unos guiños cosmológicos muy brillantes. Hay mucho cine dentro de Ágora, y por ello es muy fastidioso ver cómo el guión va estropeando la película a medida que avanza.

¿Una película contra la intolerancia?

Ágora es presentada por Amenábar como un film contra la intolerancia. Pero es necesario analizar el marco elegido por el cineasta para su alegato.

El contexto histórico son unos hechos luctuosos perpetrados por cristianos y paganos desmadrados entre los siglos IV y V en Alejandría. Según el historiador de la Iglesia Hubert Jedin, “el suceso más deplorable en el enfrentamiento entre el paganismo y el cristianismo en Egipto fue la muerte de la filósofa pagana Hipatia, que en 415 fue atrozmente asesinada, tras haber sufrido graves injurias, por una chusma fanatizada” (1).

Amenábar carga las tintas, descontextualiza y simplifica al máximo ciertos personajes como San Cirilo o Amonio. Aquellos hechos reprobables se sitúan, por tanto, en el contexto de la confrontación de dos cosmovisiones, de dos culturas, la pagana y la cristiana, y es ahí precisamente donde Amenábar quiere aprovechar para proponer su propia filosofía de la historia: si el paganismo fue luz, el cristianismo es oscuridad; si el paganismo fue progreso, el cristianismo supuso una marcha atrás en la cultura, en la civilización, en la filosofía y en la ciencia.

No es una metáfora caprichosa: en Ágora, los paganos visten de blanco (Hipatia), y los cristianos de gris o de negro (Amonio, Cirilo). A este esquema bipolar, Amenábar añade a lo largo del film una vuelta de tuerca: lo malo no es en realidad el cristianismo, sino cualquier concepción teológica. Ya sean los dioses paganos o el Dios cristiano y judío: la religión oscurece la razón, desprecia a la filosofía y frena la ciencia y el progreso. Frente al escepticismo que genera ver tanta guerra de religión en un kilómetro cuadrado, Hipatia declara: “Yo creo en la Filosofía”.

El cristianismo como verdugo de la cultura

Y ahí reside la relevancia de Ágora, que bajo el envoltorio de una película histórica, propone un juicio muy negativo sobre el valor actual de las religiones en general y del cristianismo en particular. Desmentir esa afirmación precisaría de una biblioteca como la de Alejandría, para documentar someramente lo que el cristianismo ha aportado al progreso de la cultura, del arte, de la ciencia, del derecho, de la filosofía, de la política, de las relaciones internacionales… Pero dicha biblioteca sería insuficiente para ilustrar lo que el cristianismo ha supuesto para el “progreso” personal de millones y millones de hombres y mujeres concretos a lo largo del mundo y de la historia: el “progreso” que viene de encontrarse con Jesús, que promete sin rubor satisfacer los deseos del corazón del hombre.

Esto en Ágora no se intuye ni de lejos. Los cristianos que aparecen son bárbaros, fanáticos, misóginos, violentos y muy visionarios. Y los dos “buenos” cristianos que vemos, Sinesio y Davo, se van contaminando a lo largo del film del oscurantismo circundante.

Quien encarna las características de una antropología cristiana -caridad, benevolencia, serenidad, tolerancia, insobornabilidad, castidad, fraternidad universal, igualdad- es la pagana Hipatia, un personaje que Amenábar vuelve fascinante, ideal de virtud, y dechado de inteligencia y humanidad. Hipatia se propone como una santa laica de las que tanto están de moda.

Un primer argumento a favor del “retroceso” cristiano que se puede desprender de Ágora es el de la inmoralidad de aquel grupo de cristianos pendencieros, que aparecen capitaneados por un san Cirilo cruel y maquiavélico. Ciertamente hay muchos episodios en la historia de la Iglesia por los que un cristiano no se siente orgulloso. Así ha sido siempre y así será, porque la Iglesia la forman pecadores. Incluso los Papas han pedido a veces perdón por errores del pasado. La conciencia del mal y del pecado es tan clara en el seno de la Iglesia que esta instituyó en sus mismos orígenes el sacramento de la penitencia y del perdón. Que se sepa ninguna organización, asociación o partido cuenta con una institución como la confesión, con lo que quizá habría que concluir que nadie como los cristianos tiene tanta conciencia del propio pecado.

Fe contra razón

Más importante en Ágora es el conflicto soterrado -¿incompatibilidad?- que plantea entre razón y fe, entre ciencia y religión. No este el lugar tampoco para explicar y aclarar que la fe es la amiga más fiel de la razón, que lo que Amenábar y tantos otros llaman fe, no es más que una superstición visionaria y esclerótica que nada tiene que ver con el cristianismo. Bastaría con que leyeran algo, por ejemplo la Fides et ratio, para comprender que la fe no es enemiga ni de la ciencia, ni del progreso, ni mucho menos de la razón.

Siempre habrá energúmenos entre las filas de los creyentes, pero que sólo son representativos de su propia equivocación. En este sentido, el magnífico homenaje que Amenábar brinda en este film a la ciencia antigua, y muy en especial a la astronomía, es un homenaje a la razón que cualquier espectador cristiano disfrutará como propio, aunque Amenábar parezca querer oponerlo a los intereses “reducidos” de los cristianos (2).

Por todas estas razones es imposible que un cristiano pueda sentirse históricamente reconocido en la propuesta cinematográfica de Amenábar, muy lastrada por tópicos, prejuicios, esquemas ideológicos y leyendas negras.

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NOTAS

(1) Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, vol. II, Herder, Barcelona, 1990, p. 259.

(2) No hay que olvidar que una figura de la talla intelectual de San Agustín es contemporáneo de Hipatia. Ni que el siguiente paso de gigante en la astronomía fue obra de Nicolás Copérnico en el siglo XV, dentro de una cultura de matriz cristiana. Los que creen que la ciencia se interrumpió durante los “oscuros siglos medievales” harían bien en informarse sobre Robert Grosseteste, Alberto Magno, Roger Bacon, Jean Buridan, Nicolás Oresme…

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