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Una particular alineación de planetas en el firmamento provoca una mayor actividad solar, y así la Tierra tiene los días contados: el 21 de diciembre de 2012 será el Juicio Final. Unos pocos científicos se han dado cuenta y han alertado a las autoridades. Los principales gobiernos del mundo se unen en un intento de que la raza humana sobreviva a la catástrofe.

2012 viene de la mano de Roland Emmerich, autor de Independence Day y de El día de mañana, aventuras en las que estuvo a punto de acabar con el planeta y con las que esta tiene muchos puntos comunes. Ahora bien, si en aquellas películas un puñado de héroes salvaba nuestro planeta y la humanidad, esta vez no es posible: el calendario maya, de donde sale el título, termina el 21 de diciembre de 2012.

No es casualidad que en torno a estas fechas hayan aparecido numerosos títulos y filmes de catástrofes, como la pretenciosa Señales del futuro, de Alex Proyas, protagonizada por Nicolas Cage.

En 2012 Emmerich no engaña a nadie y no defrauda a nadie; ofrece lo que es y lo que tiene, es decir su pasión por el cine de género, con una gran cultura cinematográfica, mucho oficio y poderío visual. El espectador sabe perfectamente lo que va a ocurrir y cómo va a ocurrir desde el primer instante, y sin embargo sigue la película con interés a lo largo de sus dos horas y media. El peso de la narración cae sobre dos personajes, el de John Cusack, padre de familia que quiere recuperar el amor de su mujer y sus hijos; y el de Chiwetel Ejiofor, científico asesor de la Casa Blanca, rodeados de un excelente plantel de actores veteranos. Sus historias se cruzan y separan, a un ritmo cada vez más intenso, en una cascada ininterrumpida de sentimientos, humor y acción. No importa que el guión sea increíble -ése es el punto de partida-: importa la puesta en escena, el espectáculo, la ingenuidad de los planteamientos, y el fondo positivo que tiene la película: familia, piedad, bondad y entrega.

Una cascada de efectos especiales bien hechos, de guiños a casi todo el cine de catástrofe que existe, y un final feliz para que disfrute toda la familia, siempre y cuando uno suspenda el espíritu crítico y se disponga, como un niño, a comer palomitas.

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