Putin lanza una ofensiva contra la cultura ucraniana

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Putin lanza una ofensiva contra la cultura ucraniana

Daños causados por un bombardeo en la iglesia de la Asunción (s. XIX) en Beryslav (Ucrania) (culturecrimes.mkip.gov.ua)

Que los ejércitos de dos países vecinos se atizaran con entusiasmo en el campo de batalla y arremetieran además contra la población civil, fue tradición durante siglos. Los modernos convenios internacionales que intentan “adecentar” la guerra contemplan, en cambio, que los adversarios se abstengan de ir contra las áreas civiles. Por eso, que los misiles rusos caigan sobre viviendas, hospitales y escuelas de Ucrania, pero también sobre sus museos, teatros y bibliotecas, mete marcha atrás al carro de la historia. No hay reglas, como antaño.

La UNESCO ha elaborado un listado –que actualiza periódicamente– con los bienes culturales ucranianos que han sufrido daños severos desde el inicio de la invasión. Hasta el 12 de septiembre, la organización internacional tenía noticias de ataques rusos contra 80 edificios religiosos, 13 museos, 36 edificios históricos, 10 bibliotecas, 33 centros culturales…

El sitio Destroyed Cultural Heritage of Ukraine pone nombres concretos a esos números. Por ejemplo, el 14 de marzo, los rusos atacaron un cementerio de los siglos IX-XII en Zhytomyr (noroeste) y dañaron algunos sitios de enterramiento. El mismo mes, en Chernígov (noreste), la metralla impactó en los muros y la puerta del campanario del monasterio de Yelets (s. XI), así como en las cúpulas de la Catedral de la Asunción (s. XII). También cayeron bombas sobre la casa del siglo XVIII donde vivió y murió el filósofo, poeta y compositor Gregory Skovoroda, en Járkov (noreste), y las llamas la consumieron.

El brochazo gordo que dan los cazas y los misiles lanzados desde el Mar Negro es rematado a pie de calle por los soldados. Fueron ellos quienes destrozaron el monumento en memoria del barítono Vasyl Slipak, asesinado en el Donbás en 2016 por un francotirador ruso, y quienes desmontaron la escultura de Petro Sagaidachny, un cosaco que le dio muchos dolores de cabeza al zar a principios del siglo XVII, y quienes prendieron fuego a toda la colección de la biblioteca de una iglesia de Mariúpol…

La casa de un poeta, aquella catedral, aquellos libros, varias estatuas derribadas, los tesoros robados… ¿importan algo a la luz de las decenas de miles de víctimas causadas por la invasión? No valdría comparar: importan porque son piezas imprescindibles en el rompecabezas de la identidad nacional. Si fueran poca cosa, ¿por qué Rusia iría contra ellos?

“¿Ucrania? ¿Qué Ucrania?”

Los símbolos, que abundan en la cultura de los pueblos, pueden ser puntos de encuentro y de fortaleza. Con su destrucción, las fuerzas agresoras buscan hacer tambalear las certezas y la confianza en sí misma de la nación agredida.

Brosché et al. (2016) lo ejemplifica con lo sucedido en los años 90 durante la guerra de Bosnia: “Los edificios de valor simbólico, especialmente los minaretes, no solo fueron tiroteados o quemados, sino que incluso fueron arrasados, con el fin de disminuir los incentivos para que los bosníacos regresaran a su pueblo o ciudad tras el final del conflicto”.

Para Moscú, la idea de Ucrania como nación es un invento del imperio austrohúngaro

También cita el ataque del ejército croata al puente de Mostar, en noviembre de 1993: la ciudad y “especialmente el puente” simbolizaban “una sociedad multiétnica y multirreligiosa que vivía en paz”. Su derribo, una verdadera tragedia para la comunidad, implicaba el fin de la convivencia de bosníacos y croatas, y era un modo de sembrar la desesperanza: la única “salida” era abandonarlo todo en manos del atacante, que ya se encargaría de erigir nuevas reglas, nuevos símbolos y una única identidad.

De esto precisamente alerta, en relación con Ucrania, el director del Centro del Patrimonio Mundial de la UNESCO, Lazare Eloundou Assomo, en una entrevista con Politico: “Estamos muy preocupados porque Ucrania está perdiendo no solo una parte importante de su patrimonio cultural, sino también su identidad. Un trozo de sí mismos y un trozo de historia van a desaparecer si la guerra no se detiene”.

Ese es precisamente el objetivo nada disimulado del Kremlin, y no desde el 24 de febrero, día inicial de la invasión: para los jerarcas rusos, Ucrania nunca ha dejado de ser una habitación de la casa. En 2008, en una cumbre de la OTAN en la que participaron Vladímir Putin y el presidente norteamericano George Bush, cuando se habló de la posible integración de Kiev en la alianza atlántica, el ruso saltó: “¡George, que Ucrania ni siquiera es un Estado! ¿Qué es Ucrania? ¡Parte de su territorio es Europa del este, y parte, una parte significativa, se la dimos nosotros!”.

La afirmación, sin embargo, no era originalmente suya: primero para los zares y después para los bolcheviques, el concepto de Ucrania como país era un invento del imperio austrohúngaro. Para Moscú el territorio era –es– la “pequeña Rusia”, por lo que todo lo que huela a independencia, a nación, puede –debe– ser borrado, sin reparar demasiado en su valor cultural. Así que, dirán por allá, “hace bien” Putin al entrar en el museo con un hacha.

“Buscan destruir nuestra memoria”

La recurrente aspiración anexionista, que no se desactivó ni en la etapa más democrática que tuvo el país –en los años 90, varios asesores del presidente Borís Yeltsin le pidieron que “revocara” la independencia de Ucrania o que al menos recuperara la península de Crimea–, induce a descartar que haya casualidades o daños “no intencionados” a bienes culturales en la presente guerra.

“Rusia –comenta a Aceprensa una fuente del Ministerio de Cultura ucraniano– elige conscientemente sus objetivos para lograr su propósito principal: destruir los centros de la cultura ucraniana. Los invasores buscan socavar así la identidad y la memoria histórica de nuestro pueblo”.

Las autoridades culturales rusas justifican plenamente el pillaje del patrimonio artístico ucraniano

Quedaría siempre la esperanza de que, al margen del latrocinio y el destrozo causados por el ejército, en las élites oficialistas de la cultura rusa hubiera gente más sensible al tema, pero si la postura oficial es que del otro lado hay, simplemente, “nazis”, no hay consideraciones que valgan: el expolio está justificado.

Así ha sucedido con un pectoral escita del siglo III a. C., de enorme valor, que los ocupantes han confiscado. Según Evgueny Gorlachev, nombrado por el Kremlin director del museo de Donetsk, joyas como esta tienen “un gran valor cultural” no solo para los ucranianos, sino para “toda la antigua Unión Soviética”, lo que deja entrever que el Kremlin, que hoy en actúa en modo soviético, difícilmente accederá a devolverla.

Según nos dice el Ministerio ucraniano, hay más casos de robo de bienes museísticos, pero aún es difícil obtener información completa sobre ellos en los territorios ocupados, aunque la policía ya ha abierto investigaciones donde ha sido posible. Pero colaboración de las autoridades culturales rusas, ninguna.

“No estamos negociando con el país agresor –nos dicen desde Kiev–, ni tampoco reconocemos a los poderes títeres que este ha impuesto en las zonas ocupadas. Las autoridades rusas han violado cínicamente todos los acuerdos internacionales en el área de la protección del patrimonio cultural. Por eso, como invasor, Rusia dará cuenta de sus acciones ante los tribunales internacionales”.

Más que materia muda

En lo que llega ese momento –si es que llega–, los ucranianos ya han comenzado a reconstruir algunos de los sitios dañados. Según nos comenta la fuente del Ministerio de Cultura, se ha abierto un fondo para restaurar la casa del filósofo Iván Skovoroda, en Járkov, y ya se ha llegado a acuerdos con varios países occidentales que han asegurado su contribución.

“No podemos esperar a que acabe la guerra –afirma–. Hemos empezado a trabajar en la restauración del patrimonio desde este momento, y hay un diálogo constante entre los patrocinadores internacionales, nuestras comunidades y el gobierno”.

Tan importante como restaurar prontamente es prever que ocurra el daño. Por eso, los ucranianos están sacando buena parte del patrimonio de los museos de las zonas más peligrosas. Prefieren, sin embargo, que el destino temporal de las obras sea algún lugar secreto dentro de las fronteras nacionales, pues temen que, de salir a otros países, puedan surgir problemas legales a la hora de reclamar su devolución.

En cuanto a iniciativas solidarias, varias instituciones de países vecinos están echando una mano. Desde Polonia, Alemania, Suiza, etc., llega todo tipo de suministros para conservar los sitios y bienes de interés artístico. Se envía material de embalaje para proteger pinturas y esculturas, extintores, motosierras, pintura ignífuga, para alejar el riesgo de la devastación por fuego. Esto lo agradecen enormemente, por ejemplo, los encargados de velar por las iglesias de madera del oeste del país, incluidas en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO.

Porque, en efecto, son –a la vista– objetos. Cosas. Materia muda, exánime… Pero para los ucranianos son raíces, y les va la vida en protegerlas.

Crímenes de guerra, con todas sus letras

La Convención de La Haya para la Protección de los bienes culturales en caso de guerra, de 1954, comprometió a las partes firmantes –y Rusia lo es– a prohibir o evitar el robo, el saqueo o la confiscación de los bienes culturales de otros países en caso de conflicto.

Más adelante, en 1998, la Corte Penal Internacional definió los ataques intencionales contra instituciones o monumentos religiosos y culturales como crímenes de guerra. En 2016 se juzgó por primera vez a un individuo –un terrorista islamista– por un caso de este tipo: la destrucción causada en la histórica ciudad de Tombuctú, en Mali. “No hay patrimonio mundial. Eso no existe. Los infieles no tienen que meterse en nuestros asuntos”, había dicho.

Se le condenó a nueve años de prisión.

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