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La guerra de Rusia en Ucrania: entre el destino histórico y la cruzada cultural

publicado
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La guerra de Rusia en Ucrania: entre el destino histórico y la cruzada cultural / Putin’s war in Ukraine: Between historical destiny and a cultural crusade
Un soldado ucraniano en la ciudad de Irpin, bombardeada por el ejército ruso, en los primeros días de la guerra (CC Kutsenko Volodymyr/Shutterstock)

La guerra de Ucrania, a la que Putin sigue llamando “operación militar especial”, se ha convertido en uno de los acontecimientos más destacados del siglo XXI, no solo por el conflicto en sí, que supera en intensidad y víctimas a los conflictos en la antigua Yugoslavia, sino por las repercusiones y consecuencias que tiene para Europa y el mundo. Un año después de la entrada de las tropas rusas en Ucrania, los frentes parecen condenados a enquistarse, más allá de las ofensivas puntuales de los dos bandos enfrentados.

Este conflicto bélico empieza a asemejarse a otros de la guerra fría, un período que se creía superado tras la caída de los regímenes comunistas en Europa. Hay dos potencias nucleares enfrentadas en este escenario: Rusia, que actúa directamente, tal y como hicieron los estadounidenses en Corea y Vietnam, y Estados Unidos, secundado por sus aliados de la OTAN, que actúa indirectamente por medio de Ucrania.

La guerra que trajo el retorno de la historia

La vieja aspiración de la posguerra fría de integrar a Rusia en un sistema de seguridad europeo se ha desvanecido por completo. Los rusos han optado por la soledad estratégica en nombre de un nacionalismo acentuado y la nostalgia de un pasado imperial que se remonta al zarismo y a la época soviética. En Rusia han pesado mucho las comparaciones históricas: la época de Yeltsin fue asemejada al “tiempo de los disturbios” de inicios del siglo XVII, que contempló la debilidad del poder zarista hasta la llegada de la dinastía Romanov en 1613. En el siglo XVIII las luchas palaciegas comprometieron también la estabilidad de la monarquía, aunque pronto fueron superadas por una autoridad con mano de hierro como la de Pedro el Grande o la de Catalina II. En el tiempo presente es Vladímir Putin quien pretende encarnar al gobernante providencial que devolverá a Rusia su pasado esplendor tras las agresiones y humillaciones de sus enemigos internos y externos.

La invasión de Ucrania ha cambiado el signo de los tiempos al revivir en suelo europeo episodios que parecen extraídos de la crónica de la Segunda Guerra Mundial

En este contexto historicista, en el que la tradición y la religión ortodoxa hacen frente común con el poder político, las consideraciones sobre una Rusia democrática o la incorporación del país a una economía global no son tomadas en cuenta por quienes solo valoran la voluntad de poder, dentro y fuera de las fronteras del país. Tales planteamientos han originado una profunda brecha con el Occidente liberal, que hasta ahora se mitigaba con los intereses económicos, sobre todo los de los europeos. La invasión de Ucrania, que Europa pareció resistirse a creer hasta que estalló en toda su crudeza, ha cambiado el signo de los tiempos al revivir en suelo continental episodios que parecen extraídos de la crónica de la Segunda Guerra Mundial.

Los riesgos del armamento nuclear

Una de las similitudes con la guerra fría es que uno de los actores, Rusia, es la mayor potencia nuclear del mundo (más de 6.000 ojivas) e insinúa de continuo que puede utilizar este tipo de armas si su seguridad o territorios se ven amenazados. Este planteamiento parece tener su fundamento en el hecho de que las bombas nucleares arrojadas por los estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki, a principios de agosto de 1945, tuvieron el efecto inmediato de llevar a Japón a la rendición pocos días después. La conclusión, un tanto simplista, sería que el armamento nuclear, siempre que se use de forma limitada, podría servir para vencer en una guerra a un enemigo que dejaría de combatir por temor a más represalias de este género.

Más allá de la poco realista creencia de que se pueden limitar los efectos de un ataque nuclear, aunque sea con armas tácticas y en un escenario cuidadosamente elegido, la historia nos demuestra que una potencia nuclear puede ser derrotada, o simplemente tiene que retirarse, en una guerra convencional. En el conflicto de Corea, el general Douglas MacArthur contempló la posibilidad de emplear armas nucleares contra China, pues la ayuda militar de los chinos a los norcoreanos había obligado a los estadounidenses a retroceder. El orgullo del general le llevaría a decir años después que “no hay sustituto para la victoria”, pero el presidente Truman le destituyó de su cargo, pues prefirió un frente estancado a un enfrentamiento nuclear con los soviéticos, que desde 1949 ya poseían la bomba.

Tampoco Estados Unidos se planteó utilizar armas nucleares contra los guerrilleros de Vietnam del Sur, aunque arrasara la selva con armas convencionales para combatirlos; ni los soviéticos emplearon medios nucleares para luchar contra la guerrilla islamista después de la invasión de Afganistán. Una cosa es tener armas nucleares y otra utilizarlas. El mundo no se ha olvidado de lo que sucedió en Hiroshima y Nagasaki, y tampoco se olvidaría de quienes emplearan por primera vez un arma nuclear táctica en una guerra convencional. Además, ni el territorio ruso estaría preservado de la contaminación radioactiva ni los ucranianos depondrían las armas en una guerra que ya se ha convertido hace tiempo en la lucha por su independencia y su soberanía nacional.

Los riesgos imprevisibles del uso del arma nuclear favorecen que el conflicto de Ucrania se prolongue y se estanque en el tiempo

En lo referente a la suspensión de la participación de Rusia en el tratado START (Tratado de Armas Ofensivas Estratégicas), anunciada por Putin a modo de golpe de efecto, tras su combativo discurso del pasado 21 de febrero, hay que decir que no constituye ninguna sorpresa. La medida se presenta como una reacción enérgica ante las injerencias occidentales en la guerra de Ucrania, si bien era algo esperado, porque Rusia se ha ido retirando de todos los tratados de armamento suscritos con Occidente. Del ejercicio continuo de una afirmación nacionalista y soberanista no podía esperarse otra cosa, aunque no se hubiera producido el conflicto de Ucrania.

Aquí vale lo señalado anteriormente: el despliegue de armamento nuclear responde siempre a un efecto disuasorio. ¿Y si la disuasión no funciona, y el enemigo sigue enfrascado en una guerra convencional? Entonces su utilización, aunque fuera de un modo limitado, tiene más inconvenientes que ventajas, porque contribuye a que el adversario dotado de armamento nuclear responda del mismo modo o con devastadores medios convencionales.

¿Qué es Rusia sin Ucrania?

En consecuencia, los riesgos imprevisibles del uso del arma nuclear favorecen que el conflicto de Ucrania se prolongue y se estanque en el tiempo, siendo otro de los que en el antiguo espacio soviético han sido calificado de “conflictos congelados”: Transnistria, Abjasia y Osetia del sur, Nagorno Karabaj… Sin embargo, este estancamiento tiene un alcance mucho mayor que esos conflictos. Puede inaugurar incluso una nueva frontera entre Rusia y Europa, pues la Ucrania que no quedara bajo el control ruso, daría la espalda definitivamente a lo que se ha venido en llamar el “mundo ruso”, pese a que la historia de Ucrania estuviera ligada a los orígenes de la Rusia medieval.

Esa frontera podría asemejarse a la de las dos Coreas, o incluso a la de Cachemira, que desde hace más de siete décadas se disputan India y Pakistán. Quizás se diera la circunstancia, nada positiva para los intereses rusos, de que Ucrania, inserta en la esfera de influencia europea, terminara por ser una nueva Corea del Sur, con un elevado desarrollo económico y social pese al talón de Aquiles de la corrupción, en contraste con otra Corea del Norte encerrada en sí misma. De ahí que Rusia se propusiera convertir a Ucrania, a partir de la “operación militar especial”, en un satélite suyo.

Ucrania podría acabar dividida como las dos Coreas, con una parte dominada por Rusia y otra proocidental

Se cumple aquí lo que dijera hace un cuarto de siglo Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad del presidente Carter: “Rusia, sin Ucrania, es un Estado nacional normal; pero Rusia, con Ucrania, es un Imperio”. Por eso, el resultado de la guerra nunca será por completo satisfactorio para Rusia, aun en la poco probable eventualidad de que se apoderara de dos terceras partes del territorio ucraniano y dejara reducida la soberanía de Ucrania a la parte occidental, que en su día perteneció al Imperio austrohúngaro y a Polonia. Ese resto de Ucrania seguiría escapando a la influencia de Rusia y persistiría en sus pretensiones de unirse a Europa, una Europa mucho más próspera y atractiva, pese a sus numerosas dificultades internas, que el conjunto de la Federación Rusa.

La posibilidad de que Ucrania se le escapara de las manos, además de la obsesiva determinación de pasar a la historia como restaurador del pasado nacional e imperial, llevaron a Putin a embarcarse en un conflicto que nunca fue la “guerra relámpago” que el presidente hubiera deseado. Su reciente discurso insiste una y otra vez en el argumento de separar al pueblo ucraniano de sus dirigentes, asimilados a los nazis, lo que sirve a Putin para desplegar la bandera de la “gran guerra patriótica” de 1941-45, tal y como se ha visto en la conmemoración del 80 aniversario de la liberación de Stalingrado, hoy Volgogrado. Las palabras del presidente ruso señalaban como responsables de la actual situación a “la élite y el gobierno ucranianos, que no sirven al interés nacional sino al gobierno de otros países”.

Cabe deducir que el interés nacional ucraniano no puede desvincularse del interés de Rusia, y de ahí que Putin, paradójicamente, acuse al régimen de Kiev de ocupar Ucrania económica y políticamente. Por tanto, la “operación militar especial” vendría a ser una guerra de “liberación”, una guerra a la que Rusia habría sido arrastrada contra su voluntad, pese a sus intentos de mediación en el Donbás tras los enfrentamientos de 2014. En este sentido, es significativo que Rusia, en los foros internacionales, esgrimiera, tal y como hicieron en alguna ocasión Estados Unidos o Israel, el art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas, en el que se reconoce el derecho inmanente a la legítima defensa.

Una cruzada cultural

Por otra parte, Putin no solo plantea el conflicto como de liberación sino también como de defensa de los valores culturales rusos, muy unidos a una religión ortodoxa históricamente vinculada al poder central. Una Ucrania bajo influencia occidental supone una pérdida no solo de alcance político, sino incluso moral. Según el líder ruso, el responsable no es otro que Occidente, que utiliza los principios de democracia y libertad “para defender sus valores totalitarios”. Por eso, en su discurso acusó a los occidentales de “distorsionar los hechos históricos, y de atacar a nuestra cultura y a la Iglesia ortodoxa”. Así pues, el objetivo de Occidente, según Putin, es repetir en el “mundo ruso” lo que está haciendo con sus respectivos pueblos: destruir la familia y la identidad cultural y nacional.

Putin desarrolla, en consecuencia, un mensaje ideológico que le lleva a no ceder en Ucrania, a prolongar el conflicto, más allá de todo armisticio provisional, en una guerra de desgaste, porque está convencido que el tiempo jugará a su favor y los gobiernos occidentales, incitados por sus opiniones públicas y las citas electorales, se verán obligados a disminuir su apoyo militar y económico a Ucrania, lo que favorecería a los intereses de Rusia. Además, el presidente ruso parece jugar implícitamente la carta de que solo su persona es una garantía para que se produzca el fin de las hostilidades, por muy precario que pueda ser. De hecho, se ha difundido la idea en algunas cancillerías occidentales de que un sucesor de Putin, si este pierde el poder o la vida, sería un nacionalista mucho más radical. Suscitar estos temores puede ser mucho más efectivo que el habitual mantra de la utilización de armamento nuclear táctico.

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