Mucho ha tardado David Cronenberg en abordar la vida de Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis. El veterano cineasta canadiense, siempre dispuesto a adentrarse en universos morbosos y con una tendencia irrefrenable a poblar sus películas de personajes con la psique destrozada, lleva al cine una obra de teatro de Christopher Hampton. Basada en hechos reales, recrea las relaciones que mantuvo Freud con uno de sus más valiosos seguidores, Carl Jung, y con una paciente de éste, Sabina Spielrein.

La película arranca con un Freud instalado en la cincuentena y con una amplia obra a sus espaldas, un Carl Jung joven, casado y a punto de tener su primer hijo, y una Sabine post-adolescente y en el borde de la ruina psíquica. Tanto en la obra de teatro como en la película, se introduce otro personaje: Otto Gross, un psiquiatra drogadicto, desequilibrado y defensor de teorías libertarias sobre el sexo que convence al sensato Jung a lanzarse a una relación con su paciente.

Al contrario que en el resto de su filmografía –llena de excesos– y a pesar de lo escabroso de algunas situaciones, Cronenberg adopta aquí un tono bastante distante y contenido, podría decirse que hasta frío. Lo que cuenta en la película tiene un interés indudable y al mismo tiempo sobrecoge, sobre todo teniendo en cuenta que la historia no se aparta excesivamente de lo que ocurrió en realidad. Freud aparece como un filósofo tan brillante como cerrado en su cosmovisión: un hombre dispuesto a llevarse por delante a todo aquel que cuestione su sistema. En el extremo contrario, Jung es un hombre también brillante pero mucho más vulnerable e inseguro. Sabine es una mezcla explosiva de intuición y desequilibrio.

La intención de Cronenberg respecto a estos tres personajes está tan lejos de la hagiografía como de la crítica feroz. La cinta simplemente expone, muestra, disecciona… Esa aparente frialdad para exponer hechos tan terribles hace que la historia sobrecoja más. Detrás de tres de los insignes iniciadores del psicoanálisis había tres personas con auténticas grietas –casi fallas– psíquicas, que en parte venían del propio método que inventaron.

Como ya hizo en Promesas del Este y Una historia de violencia, Cronenberg ha vuelto a contar un relato terrible con una puesta en escena cuidadísima y una pareja de intérpretes muy solventes, Viggo Mortensen (su actor fetiche) y Michael Fassbender (un valor en alza). Que utilice ahora un tono frío, un tempo lento –para mi gusto demasiado– y un discurso aparentemente aséptico no resta dramatismo a lo que cuenta… quizás sea al contrario.

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