Coinciden felizmente en esta película dos casualidades: un director especialista en cine deportivo (Gavin O’Connor: El contable, El milagro) y un actor protagonista cuyo momento vital tiene muchos paralelismos con el protagonista. Ben Affleck interpreta a una estrella del baloncesto cerca de la cuarentena y muy lejos de los éxitos del pasado. Alcohólico, gordo y recientemente separado, ve la oportunidad de rehacer su vida volviendo al deporte, esta vez como entrenador de un equipo menor.
El guion de Brad Ingelsby (La ley del más fuerte, Una noche para sobrevivir) pone el foco en los personajes más que en la trama competitiva, sin dejar de ser una historia de redención y superación personal a través del deporte. Ben Affleck, sin duda, ha aprovechado las duras experiencias personales que ha tenido que atravesar en los últimos años: adicciones, divorcio, un hermano acusado de acoso sexual, y un declive profesional imprevisible después de tocar el cielo de Hollywood con tres monumentos cinematográficos a la altura de muy pocos (Adiós pequeña, adiós, The Town y Argo). Su interpretación bebe de ese descenso a los infiernos y beneficia de manera prodigiosa a un guion equilibrado, que no inventa la pólvora pero que conoce sus posibilidades y limitaciones.
El retrato de la Iglesia católica que ofrece la película es sutil y atractivo, un lugar donde se ayuda al protagonista a regresar a la vida por medio del baloncesto, el cambio de actitud ante uno mismo y ante los demás. El recorrido dramático tiene reiteraciones y una cierta falta originalidad en la narración, pero es suficiente para aprovechar la medida interpretación, la sugerente música de Rob Simonsen (Foxcatcher, Un don excepcional) y la solvente planificación de Gavin O’Connor.