Iciar Bollaín ha demostrado en su ya amplia filmografía ser una atinada retratista de las relaciones humanas. En este caso, parte de una pequeña anécdota –la tristeza en que queda sumido un anciano cuando arrancan de sus tierras un olivo centenario– para reflejar el intenso, frágil, doloroso y emotivo lazo que liga a una generación con la siguiente. La cinta entra de lleno en un terreno que apenas se ha atrevido a pisar la filosofía: la antropología ecológica o, dicho de otro modo, la relación entre el hombre, la naturaleza y la cultura.

Pero entra desde una perspectiva cien por cien cinematográfica. Es relato dramático puro y duro. No estamos ante un documental, ni siquiera –aunque hay briznas de este género– podemos hablar de cine social. Estamos ante una road movie de gran riqueza narrativa. Una película donde cada personaje, protagonista o secundario, dibuja su individualidad y desarrolla su propio arco dramático. Reconozco que mientras veía –o mejor dicho, disfrutaba– la película, no dejaba de pensar en el magnífico trabajo que ha hecho Paul Laverty, uno de los guionistas de cabecera de Bollaín (y de Ken Loach). El olivo es lo que es, en gran parte, porque hay un libreto escrito con mimo, con profundidad, evitando los lugares comunes y, al mismo tiempo, tratando de llegar al alma común que nos hace humanos. A esa búsqueda del amor, de la verdad, de la felicidad que no encontramos en lo material y que nos llega, como a los árboles, como al viejo olivo, a través del suelo y del cielo: de la luz y las raíces. De lo que es más grande y anterior a nosotros; de la Naturaleza, la familia, la tradición…

Hay mucha sabiduría concentrada en El olivo. Hacía tiempo que no veía en la pantalla una historia tan grande y tan densa… y además, encerrada en un argumento tan sencillo. Quizás es porque estamos ante una película que, a ratos, más que cine, es poesía pura.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

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