Lo confieso: en términos generales, el cine social no es santo de mi devoción. Paradójicamente, y a pesar de que las historias son, la mayoría de las veces, muy dramáticas, me suele costar encontrarles el nervio emotivo. Por eso, y a pesar de que los hermanos Dardenne no son Ken Loach, me acerco con cierta aprensión a Dos días, una noche, sobre la odisea de una joven madre de familia que, para mantener su trabajo, tiene que conseguir que sus compañeros renuncien a un bono de mil euros. Durante un fin de semana –dos días y una noche– y acompañada de su marido, visitará a cada uno de sus colegas para tratar de convencerlos.

Como se ve, sobre el papel, la historia es muy pequeña. El modo de rodar de los Dardenne –cámara en mano pegada al personaje– tampoco es especialmente novedoso… Y sin embargo, esta película consigue trasmitir todo ese nervio que se diluye en títulos similares. Sin entrar en arengas políticas, ni denuncias estructurales, los Dardenne ponen el dedo en la llaga del drama humano para –de nuevo la paradoja– desde ahí ampliar los márgenes y construir una película social que interpela, hace pensar y conmueve.

Cine humano cien por cien que acerca el foco, como la cámara, a cada personaje, a cada familia y saca conclusiones. Y el problema –y la solución– entonces no es el paro, ni las leyes, ni una determinada estructura –que también–, sino las personas. Sin pronunciar un solo discurso, sin enarbolar ningún eslogan, se hace patente en esta historia cómo de la crisis solo se sale con esfuerzo, con generosidad, con coherencia a unos principios y poniéndose en la piel del vecino. Si además la película cuenta con una magnífica intérprete y un retrato del matrimonio tan atractivo como poco edulcorado… ¿qué más voy a decir? Que se confirma que tampoco en el cine es bueno dejarse llevar por aprensiones y prejuicios.

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