Esta durísima película brasileña retrata las condiciones de vida en Cidade de Deus, uno de los suburbios más deprimidos de Río de Janeiro. Fernando Meirelles parte de una novela de Paulo Lins, con elementos de su experiencia personal, cuando vivía entre favelas miserables. Con múltiples personajes, casi todos negros y mulatos, muchos niños y adolescentes, la mayoría de menos de 20 años, el hilo conductor es el personaje de Buscapé. A través de su mirada en tres tiempos –finales de los 60, los 70, principios de los 80–, asistimos a la degradación por el narcotráfico de una barriada ya de por sí miserable.

Meirelles ha rodado su película sin concesiones. Ni un miligramo de sentimentalismo, nada que pueda tranquilizar las conciencias de un público ya de por sí aletargado ante las tragedias que sacuden al mundo. Un estudiado aire documental domina el film. De la época, narrada con clasicismo, en que Buscapé es un crío y todavía se atisban en él y en sus compañeros los últimos vestigios de la inocencia, se pasa a los años, contados con una cámara nerviosa, en que se convierte en adolescente, cuando la droga campa a sus anchas y la violencia alcanza extremos inauditos. En la película caben todos los excesos: el uso de armas a temprana edad, la promiscuidad sexual, las lealtades mal entendidas, la venganza… Entre ellos pugnan por salir algunos rasgos de humanidad. Pero faltan las oportunidades de alfabetización o aprendizaje de algún oficio, capaces de salvar a los que bien podríamos denominar, parafraseando el título de un film iraní, “niños del infierno”. Sólo Buscapé parece tener a su alcance una tabla de salvación, gracias a su afición a la fotografía.

Los actores, la mayoría no profesionales y conocedores de lo que el film cuenta, resultan creíbles. El guión de Bráulio Mantovani introduce claridad en una historia complicada, cuyo reparto coral, con entrelazamiento múltiple de subtramas, se prestaba a la confusión. La intención de Meirelles –que el espectador mire directamente al horror– está lograda. Aunque sea a veces a costa de herir, su mazazo no deja indiferente.

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