2046

PÚBLICOJóvenes-adultos

CLASIFICACIÓNSensualidad

ESTRENO29/09/2004

PLATAFORMAS

La octava película del prestigioso director chino Wong Kar-Wai (Shanghai, 1958) era muy esperada, después del éxito de «Deseando amar» («In the Mood for Love») (ver servicio 33/01). «2046» no defrauda, pero al tratarse de una variación sobre el mismo tema, podría decirse que sorprende menos.

Kar-Wai cuenta cosas parecidas de manera semejante pero desde una perspectiva diferente, la de un cínico periodista y escritor, consumidor de mujeres hermosas y alérgico al compromiso. El vigor estilístico de Kar-Wai es sencillamente arrollador, y a la vez capaz de detener el tiempo para escribir bellísimos poemas con su cámara-pincel, mientras suenan morosos boleros que marcan el «tempo» de la contemplación. Por otro lado, «2046» no oculta las dudas y el reduccionista planteamiento de un director que se acerca a algo misterioso e importantísimo, el amor humano, con la colaboración de un reparto extraordinario que Christopher Doyle fotografía de manera exquisita.

«La historia es parte integrante de la película, pero no la película», nos señaló Kar-Wai en una larga y cordial entrevista. «Pareces mucho más interesado en la potencia que en el acto», aventuré. «Tienes razón», contestó. Por eso, a mí me desconcierta -y me parece contradictorio- que abandone, en varias secuencias, la delicada y elegante poética de cuerpos y almas de su película anterior, tan hecha de miradas y movimientos. El director se excusa y dice sentirse un estudiante perplejo, más intuitivo que analítico.

Esta cautivadora historia, angosta y atormentada, de puertas y escaleras que actúan como signos de puntuación, de paredes gastadas por el fragor de las pasiones, permite una conclusión positiva, al final de tanto amorío y de algún amor noble, misterioso y desgraciado. Cabe una lectura de la coda final en clave de elogio de la fidelidad, de esa fidelidad «sin tacones» que es capaz de redimir la soledad que genera el egoísmo «fashion». Lástima que, por el camino, se confundan los términos y se prescinda del pudor -ese admirable pudor oriental- que tanto favorecía la extraña y magnética belleza de la película anterior. Quizás se trate de una maniobra comercial de Kar-Wai (le ha pasado lo mismo a Zhang Yimou en «La casa de las dagas voladoras») para atraer espectadores poco imaginativos, de esos que necesitan una cámara notarial dentro del dormitorio.

Alberto Fijo

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