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“El Club de los Luditas” podría ser una película, pero es el nombre con el que unos adolescentes de Estados Unidos bautizaron la iniciativa que crearon en 2021 para fomentar la desconexión digital. “El club no va de odiar los móviles, sino de celebrar la libertad que recuperamos al renunciar a ellos”, explica una de las fundadoras.
¿Son estos chavales un grupo excéntrico y aislado? Algunos datos sugieren que están menos solos de lo que parece.
Al otro lado del charco, Elisa, estudiante de Arqueología, es otra disidente digital. No tuvo móvil hasta los 18 y nunca ha abierto una cuenta en una red social. Sus padres retrasaron el momento de darle un dispositivo y eso le permitió ver desde fuera el cambio que sus amigos experimentaron con el uso de los suyos.
“Veía una adicción muy grande”, recuerda. Así que acabó perdiendo el interés por socializar en el mundo digital. “Cuando digo que no tengo redes, la gente me dice que le da envidia”, asegura, lo que le reafirma en su idea de que no se está perdiendo nada.
Una tensión cada vez más común
Que nadie se lleve a engaño: esto no es una revolución de masas. Las cifras son incontestables: una encuesta de Common Sense Media revela que el uso de pantallas entre adolescentes y preadolescentes aumentó un 17% de 2019 a 2021, creciendo más rápidamente que en los cuatro años anteriores.
Pero parece que muchos no están del todo contentos con esa situación. El 40% de jóvenes de entre 18 y 35 años señala que el tiempo empleado en dispositivos digitales es tiempo que ha robado a su vida real, según una encuesta a 1.000 jóvenes españoles para un informe del laboratorio de participación juvenil e innovación social de The Future Game.
Es decir, lo que sienten cada vez más jóvenes y adolescentes es que la vida digital puede estar dejándoles sin algo inigualable del mundo fuera de la pantalla.
Ya en 2017, una encuesta a 5.000 estudiantes de Reino Unido señalaba que quizá los adolescentes no están tan entusiasmados con la tecnología como parece: dos tercios señalaron que no les importaría que las redes sociales nunca hubiesen sido inventadas.
Es decir, la hiperconectividad ha provocado que los nacidos a la luz de Steve Jobs echen de menos una época que ni siquiera han vivido.
Sin embargo, esto sigue sin ser una enmienda a la totalidad del mundo digital. De hecho, dos tercios de los encuestados por The Future Game señalan que su vida sería peor si no tuvieran acceso a la red. Simplemente, querrían que esta no fuera tan omnipresente.
Esta tensión es reflejo de lo que vive una sociedad agotada por la dictadura de la notificación. Parte de la población tiene una relación ambivalente con la hiperconexión, e intenta conciliar el considerarla necesaria con el deseo de escapar de sus efectos más nocivos.
Sí, pero no: lo que la hiperconexión genera
Se quiere estar conectado y, a la vez, no se quiere. Estar al día de lo que se publica en las redes sociales, no dejar mensajes en leído y tener el contador del correo electrónico a cero. Refresh, swipe y scroll son verbos que se han naturalizado en el comportamiento antes casi de haber encontrado traducción.
“Tenemos una relación con la tecnología de nuevo rico”, diagnostica el filósofo Jorge Freire. “Hay una fascinación infantil por ella, creyendo que todo lo nuevo es bueno solo por serlo”, asegura.
Aun así, Freire no rechaza todo desarrollo tecnológico: “En los 60 se construían las casas con amianto y criticarlo no significaba estar en contra de construir viviendas. No soy ludita, pero las redes generan una adicción en los adolescentes parecida a la de las drogas”.
Los adolescentes consideran que hacen un uso abusivo de internet y que les afecta negativamente en varios aspectos de su vida; aun así, el consumo sigue en alza
Y es que el verdadero problema se plantea para los más jóvenes: son los que más atrapados están por la tecnología y a los que peor les viene. Y ellos mismos son conscientes.
Más de la mitad de los adolescentes de entre 16 y 17 años encuestados por la OCU opinan que pasan demasiado tiempo conectados. Pero aún más relevante es que creen que esto afecta negativamente a su vida: un 58% dice haber sufrido cambios de humor, y casi la mitad (un 48%), ataques de ira.
Por supuesto, esto no son solo sensaciones de los jóvenes. Los propios informes internos de Meta, propietaria de Instagram, confesaban que sus aplicaciones causan un empeoramiento en la salud mental de los adolescentes, especialmente de las chicas.
Móviles antiguos para escapar del algoritmo
Más reciente aún es el análisis del psicólogo Jonathan Haidt sobre la relación entre el uso de las redes sociales y los trastornos de salud mental en adolescentes, publicado en su newsletter, After Babel.
Haidt señala que la mayoría de investigaciones muestran correlación entre el tiempo pasado en las redes y un empeoramiento de la salud mental: pasar de 2 a 5 horas diarias de uso se asocia con el triple de tasas de depresión en niñas y el doble en niños.
Sin embargo, la preocupación sobre los efectos perjudiciales no es exclusiva de los adolescentes.
“Estrés, ansiedad, trastornos de alimentación, pérdida de memoria son algunos de los efectos que son recogidos por investigaciones de carácter sociológico y psicológico. Sin entrar en problemas de privacidad, el aislamiento social y en el ensordecimiento de la realidad fruto de la hiperestimulación”, enumera Dani, un joven gallego que está terminando la universidad y que intenta poner límites a su uso personal del móvil.
“Mi relación con las redes sociales, como cualquier joven de mi edad, era muy activa. Las utilizaba a diario y tenía la sensación de que me dominaban ellas a mí, y no al revés. Muchas veces intenté herramientas como silenciar o dejar de seguir cuentas que notaba que no me aportaban nada, pero siempre terminaba notando un sentimiento de frustración. El algoritmo siempre termina ganando”, explica Dani.
Es simbólico de ese hartazgo del smartphone (y también de la preocupación por la privacidad) el auge del interés por los teléfonos móviles antiguos, sin acceso a internet.
Según un informe de la compañía SEMrush, entre 2018 y 2021, las búsquedas en Google de teléfonos de este tipo aumentaron un 89%. Un estudio de Deloitte de 2021 descubrió que uno de cada diez usuarios de telefonía móvil tenía uno de esos aparatos.
Por su parte, la empresa Light Phone, actual fabricante de este tipo de teléfonos, ha asegurado que en 2021 registró su mejor año de rendimiento financiero, con un aumento de las ventas del 150% en comparación con 2020.
Y cabe resaltar que la franja de edad de los compradores oscila entre los 25 y los 35 años. De hecho, Dani usó uno de ellos en 2021: “Decidí cambiar mi móvil nuevo, un iPhone 11 por un Telefunken S-74, famoso por ser un móvil como los Nokia antiguos”.
La desconexión, de pobreza a lujo en el capitalismo de experiencia
El debate sobre los límites ya ha llegado hasta el ámbito legislativo: Bélgica acaba de reconocer el derecho a la desconexión del trabajador fuera de su horario laboral, una medida que Francia ya tomóen 2017 y España en 2018.
Llama la atención que la desconexión esté empezando a ser reconocida como una necesidad que ha de ser respaldada por la ley, cuando la preocupación por llevar la red hasta el último rincón del mundo siempre ha ido abanderada por un discurso también de garantía de derechos.
Y no sin razón: en pandemia ya se vio que niño sin iPad, niño sin educación. En un mundo 2.0, carecer de una conectividad básica limita y dificulta el acceso a servicios fundamentales.
“La conexión digital está usualmente vinculada a ideas de progreso y desarrollo. Se ha construido como un derecho deseable para cualquier ciudadano contemporáneo”, explica Mora Matassi, investigadora sobre comunicación, tecnología y cultura digital en la Northwestern University.
Sin embargo, ahora, en los lugares donde se ha alcanzado la plena conectividad se está viendo que quizá un poco menos no habría estado de más. “Una vez asegurada, las formas en que esa conexión digital se experimenta deben volver a negociarse”, señala Matassi.
Paradójicamente, la gente necesita cada vez más huir de las redes sociales, siempre acusadas de ser el espacio al que uno va para evadirse.
El deseo de desconexión se está regulando en el ámbito laboral y está creando un mercado de experiencias offline que explota la necesidad de alejarse de las redes un tiempo.
Escapar del escapismo es el deseo, pero las opciones no son fáciles: “Actualmente, y con la progresiva digitalización de las sociedades que se catalizó a partir de la pandemia del coronavirus, la opción por la desconexión digital voluntaria parece cada vez más restringida a ciertos momentos y espacios. Cuanto más escasa sea la accesibilidad de la desconexión, más oportunidades habrá de que se convierta en un lujo”, advierte Matassi.
Y así está siendo. El mercado ha capitalizado ese deseo de desconectar y la dificultad de materializarlo en el día a día y ya se ha creado su lucrativo nicho de experiencias de desconexión.
“Se ve mucho en los encuentros de mindfulness, que no son más que la confirmación de la vida agitada. Es lo que yo llamo el capitalismo de experiencia, en el que queremos, como en un safari, lo más fascinante de la aventura sin exponernos a los peligros: unos días de desconexión, pero el domingo vuelvo al wifi”, reflexiona Jorge Freire.
De hecho, cuando Dani se cambió al móvil Telefunken, lo hizo a un modelo que incluía la novedad de tener WhatsApp. Desconexión, sí, pero no del todo.
Una respuesta colectiva que no demonice el mundo digital
“Llegó un punto que tuve claro que mi experimento había llegado a su fin, la sed social se mostraba agotadora: miedo al olvido, necesidad de mantener relaciones sociales, dificultades en la realización de tareas educativas o deterioro de amistades”, explica Dani.
Lo que ha vivido Dani explica por qué el deseo de desconexión no es tan fácil de materializar. Una respuesta individual no es suficiente ante el poder colectivo de las redes.
“Lo que vemos en este caso es que los medios sociales crean un efecto de cohorte y crea un problema de acción colectiva”, explica Haidt.
El psicólogo señala que el problema está en que las propuestas para paliar los efectos perjudiciales tratan las redes sociales como si fueran como el consumo de azúcar. Sin embargo, “las redes son muy diferentes porque transforman la vida social de todos, incluso de quienes no las usan, mientras que el azúcar solo perjudica al consumidor”, advierte.
Es decir, si una niña que recibe su primer móvil sin que sus amigas todavía tengan uno y empieza a notar los efectos negativos del abuso de las redes sociales, mejorará su salud mental de forma casi inmediata si elimina sus cuentas. Sin embargo, si la misma niña toma la misma decisión, pero contando con que todos sus amigos sí están en el mundo digital, ¿mejorará su salud mental? “No necesariamente”, responde Haidt, porque la sensación de soledad podría ser más fuerte.
El abuso de redes sociales es un problema colectivo que requiere de la articulación de una solución también colectiva
Freire coincide con Haidt: “La respuesta individual es una idiotez. Si tú a un adolescente lo sacas de las redes, lo aíslas y esto es definitivamente así desde el confinamiento”.
Sin embargo, el filósofo señala que la coacción para los adultos no es tal y que, si quisieran, muchos tendrían una mayor capacidad de gestionar mejor su relación con las redes sociales.
Freire incide en que el verdadero problema lo tienen los menores y aboga por una mayor regulación: “Se necesita una sociedad civil que pida una regulación más estricta, que pare los pies a determinados diseños y que pida que los ingenieros rindan cuentas”.
Para que estas medidas lleguen a buen puerto, sería fundamental que partan de una postura que, si bien reconozca el daño que pueden generar las redes sociales y el abuso de otras tecnologías, no demonice el entorno digital.
La periodista experta en tecnología, Karlin Lillington, reflexiona en The Irish Times sobre la inutilidad de anhelar un mundo idílico sin redes sociales a la hora encontrar soluciones adecuadas: “No apreciamos plenamente todo lo que los niños y adolescentes adoran de este mundo. Tampoco comprendemos adecuadamente el lado oscuro: la presión que se ejerce en esos mundos virtuales”.
“Olvidamos constantemente que una generación más joven no ha conocido otra cosa que una vida en la que lo virtual no está separado de la vida real, sino que es la vida real. No es un anexo visitado ocasionalmente”, explica.
Esto, asegura, coloca a los jóvenes en “un dilema imposible”. Se les pide que abandonen las redes sociales, mientras una parte muy importante de su vida ya está digitalizada. En definitiva, el deseo por una vida predigital late en todas las generaciones, pero renegar por completo de todo lo que ha traído no sirve como guía para los jóvenes, que no han conocido otra cosa.
Más eficaz sería plantear un debate común, porque solo una respuesta colectiva puede solucionar un problema colectivo.