Secuela tardía de la ochentera película Top Gun: Ídolos del aire, de nuevo con Jerry Bruckheimer como productor, aunque la cinta solo ha sido posible por el empeño personal de Tom Cruise, lo más parecido que hay en la actualidad a una estrella a la antigua usanza. En vez de caer en la parafernalia habitual de los efectos visuales digitales, se ha rodado con aviones de verdad, y Cruise se ha involucrado en las escenas de riesgo, con resultados muy espectaculares.
Se juega además la carta de la nostalgia, en la línea de las sagas de Star Wars y Cazafantasmas, hasta el punto de que podría decirse que estamos ante la versión madura del film original de Tony Scott, con un protagonista que podría al fin sentar la cabeza. Hay cierta añoranza por lo clásico y los valores de siempre.
Porque de nuevo seguimos a Pete Mitchel “Maverick”, que aprendió a la fuerza en la escuela de aviación de élite de la Armada Top Gun que no bastan la genialidad y el individualismo en su trabajo: hay que trabajar en equipo.
Sin embargo, el temerario e indisciplinado piloto sigue siendo genio y figura, y de hecho, tras más de tres décadas no ha pasado de capitán, a diferencia de su antiguo rival y ahora amigo, Iceman, que es almirante. Tendrá ocasión de repensar sus planteamientos vitales cuando un enfermo Iceman le pida que vuelva a Top Gun para formar a un grupo de pilotos en una delicada y peligrosa misión. Uno de ellos resulta ser Rooster, hijo de su viejo amigo Goose –fallecido en accidente de aviación–, quien le culpa del estancamiento de su carrera.
El film, dirigido por Joseph Kosinski, se pliega a la estética del original, con sus puestas de sol, la moto, la chupa de cuero, los partidos de vóley y la música de Harold Faltermeyer, completada con las aportaciones de Hans Zimmer y Lady Gaga. Entre Cruise y Milles Teller se plantea una relación paternofilial no exenta de tiranteces, y no falta la subtrama romántica: la relación con la encargada de la cantina, interpretada por Jennifer Connelly.