Alimentos transgénicos: entre la ciencia y la ideología

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Un referéndum en California y un polémico estudio en Francia han reavivado el debate sobre los alimentos transgénicos: según sus detractores, se están ocultando datos sobre sus efectos negativos; según los partidarios, la discusión ha derivado hacia un terreno ideológico.

Al igual que otros estados norteamericanos, California ha aprovechado las elecciones presidenciales para consultar a sus ciudadanos sobre algunas cuestiones. En una de ellas, la proposición 37 (finalmente rechazada por un 53,1% de los electores), los votantes debían pronunciarse a favor o en contra de obligar a los productores de alimentos transgénicos a etiquetarlos como tales.

Etiqueta disuasoria

Los partidarios de la ley argumentaban que el consumidor tiene derecho a saber qué tipo de producto está comprando, así como se le informa sobre los ingredientes o el contenido energético. Además, entendían que la inocuidad de estos alimentos ha sido puesta en duda por diversas investigaciones. Sin embargo, los defensores de los transgénicos explican que estos productos llevan más de una década siendo consumidos con total normalidad en los hogares norteamericanos, sin que se haya advertido ningún efecto negativo para la salud. Por otra parte, aducen, los controles a los que se somete este tipo de productos son más exigentes que los que evalúan los alimentos “tradicionales”.

Otro argumento en contra de la proposición era el coste económico que la ley habría tenido para el consumidor: presumiblemente, los productores aumentarían el precio del producto para compensar los nuevos gastos del etiquetado especial o de la producción de los alimentos no genéticamente modificados (más caros, según ellos). Además, predecían que la ley provocaría muchos litigios, y requeriría la creación de un organismo oficial (con cargo al contribuyente) que supervisase su cumplimiento. Por otra parte, advertían que en el fondo de la oposición a los transgénicos hay más ideología (anticapitalista-naturalista) que ciencia.

Según algunos científicos, los alimentos transgénicos son imprescindibles para cubrir las necesidades alimentarias del mundo

En lo que todos están de acuerdo es que el consumo de alimentos transgénicos se habría resentido fuertemente de aprobarse la proposición. Según una encuesta del Pew Research Institute, una gran mayoría de los europeos y una mayoría menos holgada de norteamericanos considera que los alimentos transgénicos son dañinos para la salud. Otras encuestan han revelado que muchas de las personas que habitualmente compran comida transgénica sin saberlo, dejarían de hacerlo si la etiqueta lo avisara.

Un experimento polémico en Francia

La polémica sobre la ingeniería genética ha sido reavivada recientemente en Francia por la publicación de los resultados de un experimento con roedores. Según los investigadores, las ratas que habían sido alimentadas con semillas genéticamente modificadas para tolerar un potente herbicida llamado Roundup, o que lo habían bebido mezclado con el agua, desarrollaban más tumores y morían antes que las que habían comido semillas naturales: en concreto, un 70% de las hembras del primer grupo y un 50% de los machos sufrieron muertes prematuras; en el grupo “orgánico”, fueron un 20% y un 30% respectivamente.

El estudio ha sido muy criticado dentro del mundo científico, incluso por algunos defensores de la llamada “agricultura orgánica”. Se acusa al autor (Gilles-Eric Séralini, catedrático de Biología molecular en una universidad francesa y viejo conocido de la lucha antitransgénicos y antiquímicos) de seguir métodos poco fiables, por ejemplo en la selección y el número de las ratas utilizadas para los experimentos.

La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) publicó un comunicado en que niega validez a las conclusiones del estudio. Antes de que interviniera la EFSA, dos organismos oficiales franceses ya habían hecho su propio análisis del informe, con evaluaciones parecidas a las de la agencia europea. El Alto Consejo de Biotecnología menciona los “métodos inadecuados” de la investigación. La Agencia de Seguridad Sanitaria también se muestra escéptica respecto a los procedimientos, aunque insta a que se inicien nuevos estudios sobre el tema.

Los transgénicos han sido sometidos a más análisis que los alimentos naturales, sin que se haya encontrado ningún efecto negativo para la salud

Séralini ya había sido acusado anteriormente de mala práctica científica, aunque siempre se ha quejado de que los criterios utilizados para evaluar sus estudios son más intransigentes que los que se aplican a los presentados por las principales compañías agroquímicas, sobre todo los de Monsanto.

¿Más saludable? ¿Más nutritivo?

La crítica a los transgénicos centra sus argumentos en tres acusaciones: son menos nutritivos, menos saludables, y además perjudiciales para el medio ambiente.

En cuanto a lo primero, un reciente informe realizado por científicos de la universidad de Stanford (publicado en la revista Annals of Internal Medicine, 4-09-2012) concluye que las ventajas nutritivas de los alimentos orgánicos respecto a los transgénicos han sido frecuentemente exageradas. El estudio revisa los resultados de cientos de investigaciones sobre el tema, y concluye que las diferencias entre unos y otros alimentos no son significativas: los transgénicos aportan algo más de nitrógeno y los orgánicos contienen más fósforo y ácido omega 3.

Blake Hurst, autor de un artículo que comenta el estudio y dueño de su propia granja, toma el omega 3 como ejemplo de la retórica orgánica: a pesar de que existe la manera de producir este ácido por métodos no naturales, los antitransgénicos han vendido la imagen de que solo los procedimientos orgánicos son capaces de producir los efectos saludables buscados, según una especie de “sabiduría de la naturaleza”. El autor comenta: “No estamos teniendo un debate sobre ciencia; estamos debatiendo sobre procesos, buenas intenciones e incluso estilos de vida”.

En cuanto a la salubridad de unos y otros alimentos, señala el articulista, la diferencia está en el tipo de pesticida empleado: los alimentos genéticamente modificados contienen restos de pesticidas sintéticos, y los orgánicos, restos de pesticidas naturales (salvo cuando no existe un sustituto natural eficaz, en cuyo caso admiten productos sintéticos como el sulfato de cobre). La menor eficacia de los naturales hace que se utilicen en mayores cantidades y de manera más intensiva.

Según el autor, lo importante no debería ser de dónde procede el pesticida (hay algunos naturales como la nicotina y el arsénico que están prohibidos), sino si son eficaces y no dañan la salud, y esto tiene que ver sobre todo con las cantidades empleadas. Ninguna de las muestras estudiadas por los investigadores de Standford, orgánicas o transgénicas, contenía residuos suficientes para causar daño alguno a humanos.

El dictado de la OMS

Hace unos años, la Organización Mundial de la Salud (OMS) salió al paso de la polémica sobre la salubridad de los transgénicos publicando una guía denominada 20 preguntas sobre los alimentos genéticamente modificados. Además de explicar la finalidad de algunas de las variaciones genéticas más comunes, el informe contiene varias conclusiones interesantes. “Se han establecido –señala– sistemas específicos para la evaluación rigurosa de organismos y alimentos GM [genéticamente modificados], relativos tanto a la salud humana como al medio ambiente. Por lo general, no se realizan evaluaciones similares para los alimentos tradicionales”. En cuanto al aspecto concreto de la alergenicidad, la OMS dice: “No se han hallado efectos alérgicos relacionados con los alimentos GM actualmente en el mercado”; “los diferentes organismos GM incluyen genes diferentes insertados en formas diferentes. Esto significa que cada alimento GM y su inocuidad deben ser evaluados caso por caso”.

Sin embargo, en la guía de la OMS no todos son bendiciones para los transgénicos. Por ejemplo, se alerta sobre la transferencia genética (la posibilidad de que los genes modificados en los alimentos puedan provocar alguna mutación genética peligrosa en el hombre): “Si bien la posibilidad es baja, un panel de expertos de la FAO/OMS ha incentivado el uso de tecnología sin genes de resistencia a antibióticos”.

También se explica el “riesgo real” de outcrossing: el desplazamiento de genes de vegetales GM a cultivos convencionales o especies silvestres relacionadas, “produciendo efectos perjudiciales sobre insectos beneficiosos o una inducción más rápida de insectos resistentes”. El infor-me señala además otras fuentes de preocupación –e investigación– asociadas a la manipulación genética, como la potencial pérdida de biodiversidad (producida en parte por el outcrossing, y también por una dinámica de mercado que premia las grandes producciones), la generación de nuevos patógenos vegetales o el menor uso “de la práctica importante de rotación de cultivos en ciertas situaciones locales”.

Da más alimentos y ahorra tierras

Muchos de los reparos de la OMS a los transgénicos se refieren al medio ambiente o a la posible dependencia de ciertas sustancias químicas por parte de los agricultores, y no tanto a la salud humana.

En el artículo antes citado, Hurst reconoce que el cultivo de transgénicos supone algunos perjuicios para el medioambiente, pero también los productos orgánicos tienen sus desventajas. La principal es que la producción “natural” necesita más tierras (y por tanto más manos) para conseguir la misma cantidad de producto: “La agricultura no orgánica ha dado al mundo más alimentos y más tierras”, lo que muchas veces se ha traducido directamente en más cantidad de bosques. Para Hurst, la tecnología moderna resulta completamente imprescindible dadas las previsiones sobre el crecimiento de la demanda de alimentos en los próximos 50 años.

Sin embargo, según Mark Bittman, admitir la tecnología moderna (el uso de químicos y la ingeniería genética) no significa admitir el uso que actualmente se está haciendo de ella. En un artículo para el New York Times (23-10-2012), Bittman propone una especie de “tercera vía” para la agricultura. Critica que frecuentemente se haya reducido la cuestión a un debate de blanco o negro: decir que la producción orgánica es la única alternativa al uso intensivo de sustancias químicas es como decir que ser vegetariano es la única alternativa a la comida basura.

La sabiduría de la rotación de cultivos

La propuesta de Bittman está basada en un estudio que, a su juicio, ha tenido mucha menos repercusión de la merecida. En el experimento, llevado a cabo en Iowa, se tomaron tres parcelas de tierra, y en cada una de ellas se siguió un ciclo de dos, tres y cuatro cultivos diferentes respectivamente (un tipo de cultivo por año). Aquellas tierras en las que se rotaba más de producto lograban mejores cosechas y necesitaban menos pesticidas y herbicidas. Aunque también precisaban de más mano de obra, los gastos se compensaban con el ahorro en productos químicos. Tanto económica como medioambientalmente, la rotación de cultivos salía rentable.

Bittman no cree que esto suponga la eliminación de los químicos: lo que sí posibilita es utilizarlos no como el centro del sistema productivo, sino para complementar una forma de agricultura basada en la rotación y la reintegración de los animales en la producción (mosquitos y otros insectos que tienen su papel en el proceso). En otras palabras, se trata de utilizar los productos químicos de manera selectiva y no sistemática.

Si los métodos y los datos del estudio son fidedignos, parece que la “tercera vía” de Bittman es más rentable económicamente que la explotación de la tierra con ayuda de los productos químicos. Pero cabe preguntarse: ¿sigue siendo rentable si se introduce en la ecuación el factor de las semillas modificadas genéticamente; modificaciones que, según la OMS, pueden conseguir que se reduzca la cantidad de herbicida necesario, o que se hagan inmunes a ciertas enfermedades vegetales?


Las seis grandes

Monsanto es una compañía agroquímica norteamericna. Aunque no siempre se ha dedicado a la biotecnología, hoy en día es considerada como la punta de lanza de la ingeniería genética aplicada a la agricultura. Entre otras patentes posee la del NK603, la principal variante de maíz genéticamente modificado para resistir herbicidas, y también del herbicida más utilizado en todo el mundo, el Roundup. Organizaciones naturalistas y defensores de la agricultura orgánica han acusado a Monsanto de producir semillas resistentes a su propio herbicida para poder venderlo en mayores cantidades. También se ha enfrentado a multas por soborno a altos funcionarios, reclamaciones por la poca transparencia de algunos de sus estudios y a sanciones por etiquetar falsamente el Roundup como “biodegradable”.

Los detractores de la ingeniería genética han denunciado repetidamente las prácticas monopolísticas de lo que denominan las big six: las seis empresas que dominan el mercado de las semillas modificadas, los herbicidas y la biotecnología: Monsanto, BASF, Bayer, Dow Agrochemicals, Syngenta y DuPont.

Los lazos de varias de ellas con el sector farmacéutico y energético han disparado las teorías conspiratorias: estas macroempresas estarían explotando un negocio circular que tiene como origen los herbicidas, después las semillas modificadas a propósito para resistirlos, y por último los medicamentos oportunos para curar los efectos negativos de esas semillas. Para acabar de poner morbo al asunto, las big six estarían utilizando su influencia política para conseguir el favor de algunos organismos nacionales e internacionales como la FDA (Food and Drug Administration, la agencia gubernamental que vigila la seguridad de los alimentos y medicamentos en Estados Unidos) y la OMS.

Más allá de las sospechas, lo cierto es que la agricultura transgénica copa la producción de algunos cultivos frecuentemente empleados en la alimentación humana (bien directamente o bien de forma indirecta, alimentando al ganado que después consume el hombre), sobre todo la soja y el maíz. La soja, que representa el 65% de todos los cultivos transgénicos, se utiliza (aparte de su ingesta directa) para la producción de lecitina, un emulgente de las grasas presente en bollería y salsas de fabricación industrial. El maíz transgénico (que supone el 90% de todo el maíz cultivado en Estados Unidos) se utiliza para la alimentación del ganado, pero también para producir un azúcar usado como edulcorante en algunas bebidas gaseosas muy consumidas.

Entre los productos genéticamente modificados, además de la soja (Roundup ready soybeans) y el maíz (BT corn, modificado para generar unas toxinas que actúan como pesticidas naturales), se han desarrollado variantes de arroz (para que produzca beta-caroteno, que luego se transforma en vitamina A en el cuerpo), alfalfa (preparada contra herbicidas) e incluso patata. Mientras que el continente americano (norte y sur) y Oceanía han desarrollado políticas favorables a estos productos, Europa ha mantenido tradicionalmente una posición hostil, prohibiendo la mayor parte de los cultivos transgénicos. Según los autores de un artículo en The American (uno de ellos fue el fundador del departamento de biotecnología en la FDA), la posición de la Unión Europea, además de contradecir el consenso científico, podría elevar innecesariamente el precio de algunos alimentos, primero en Europa y luego en otros países importadores.

Aparte del continente americano (que incluye a los tres primeros productores: Estados Unidos, Brasil y Argentina), Asia se ha ido apuntando progresivamente al carro de los transgénicos, y con fuerza: India (sobre todo centrado en el algodón) y China son ya el cuarto y el sexto productores, mientras que Japón se ha mantenido contrario a este tipo de cultivos. En el resto del mundo, Australia ha apostado claramente por los transgénicos, mientras que Sudáfrica es casi el único país africano que los produce (aunque es la novena potencia del mundo en hectáreas cultivadas).

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