La sociedad de la intolerancia

La sociedad de la intolerancia

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNBarcelona (2021)

Nº PÁGINAS176 págs.

PRECIO PAPEL19 €

PRECIO DIGITAL11,99 €

GÉNERO

¿Por qué se dice que las democracias occidentales están en crisis? Para Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, el aspecto más significativo de esa crisis es la paulatina “erosión de la cultura política liberal y, en particular, de la tolerancia”. A juzgar por el grado de enconamiento de las discusiones públicas, parece que cada vez más personas están dejando de ver el pluralismo de valores como un bien. Además, surge el temor de que las democracias liberales estén perdiendo capacidad para realizar lo que hasta ahora ha sido el logro marca de la casa: el acomodo de las diferentes visiones del mundo y estilos de vida que caben en ellas. ¿Significa eso que vamos hacia una sociedad posliberal?

Vallespín evita pronunciarse de modo tajante. Comparte la inquietud del columnista del New York Times Ross Douthat de que la civilización occidental podría estar entrando en una situación de decadencia débil. Y la aplica así al tema del libro: el deterioro de nuestra capacidad para tolerarnos nos está llevando a un escenario no de abierto enfrentamiento al entramado normativo e institucional del liberalismo, pero sí al debilitamiento progresivo de la cultura política que tan eficazmente ha servido para sobrellevar nuestros desacuerdos.

La mayor parte del libro se centra en explicar cuáles son las causas y las manifestaciones más relevantes del deterioro de esa cultura: la deformación emocional del espacio público a golpe de incentivos perversos; el endurecimiento de las opiniones por la tendencia a moralizar asuntos que bien podrían discutirse con argumentaciones menos dramáticas; la deshumanización y el amedrentamiento del discrepante; la “inflamación de lo identitario” hasta límites insanos, etc.

Buena parte del acierto de sus diagnósticos reside en su capacidad de hacer preguntas importantes. Por ejemplo, sobre las tensiones que provoca la búsqueda del equilibrio entre las demandas identitarias de las minorías y lo que tenemos en común, plantea: ¿cuándo se puede decir que alguien ha alcanzado el reconocimiento de sus diferencias?; ¿qué pasa con los sectores que ven en las conquistas sociales de esos grupos un perjuicio a su modo de vida y que apelan como aquellos “a la necesidad de respeto de su propia ‘autenticidad’, aquello sin cuya preservación no se sienten ‘reconocidos’”?; ¿cómo se negocia el reconocimiento si solo cuenta la voz de los propios colectivos que lo piden?

Este recurso le permite plantear objeciones al populismo de derechas, al izquierdismo woke e incluso a los liberal-tecnócratas. Y, de paso, le sirve para mostrar lo difícil que es salir de determinados debates. Lo que no le impide trazar algunas líneas rojas, como el principio de no discriminación, que en su opinión debe ir ampliándose en consonancia con el cambio social, una de las tesis más problemáticas del libro. También señala paradojas, como la contradicción entre “reafirmar por un lado la identidad diferenciada y pretender al mismo tiempo que sea tratado como un igual”.

Vallespín tiene sus sesgos ideológicos, como todo el mundo. Y no escapa de ellos cuando da por sentado que las posiciones morales de los católicos derivan de su fe, no de convicciones basadas en razones que puedan ser compartidas por no creyentes; o cuando presupone que el individuo autónomo está mejor dotado para el pensamiento racional que quienes reconocen el peso de las comunidades en sus vidas sin renunciar al criterio propio.

El capítulo dedicado a la tolerancia tiene mucha enjundia. Según explica, el concepto ha evolucionado como consecuencia de “las luchas por el reconocimiento”: el tolerado ya no solo quiere ser autorizado o dejado en paz, sino que exige que “se enfatice el valor de las diferencias”. Llegados a este punto, admito que no me queda claro por dónde va Vallespín. De un lado, concluye que “nada nos obliga a tener las mismas convicciones, incluso respecto de lo que deba merecer una protección pública”. De otro, a veces parece defender que si uno no da por buenos los puntos de vista o los estilos de vida de quienes se sienten discriminados, no les está manifestando “un respeto efectivo”.

Otro tema que deja abierto, este a la espera del porvenir: la posible entrada en una etapa posliberal. Como ya hemos visto, a Vallespín le preocupa –con razón– que la cada vez más deficiente práctica de la tolerancia termine debilitando la cultura política liberal. Otra perspectiva es la que plantea la derecha posliberal: si el liberalismo incumple sus propias reglas –básicamente, la igualdad ante la ley y la neutralidad del Estado respecto de las distintas concepciones del bien–, ¿hemos de seguir insistiendo en salvar a esta doctrina con más liberalismo? ¿Y si la neutralidad liberal fuera un mito? Pero los posliberales deben aclarar cuál es la meta de su viaje: ¿señalar fallos en el sistema para mejorarlo o sustituirlo por algo nuevo? En tal caso, ¿qué tienen en mente?

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.