Posliberalismo: por qué las derechas no se entienden

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posliberalismo

En Estados Unidos va tomando cuerpo una corriente de pensamiento cuyos principales ideólogos han bautizado como “posliberalismo”. Estos intelectuales conservadores abogan por usar el poder político a favor de lo que consideran que es el bien común. Sus ideas ayudan a comprender el cambio profundo que se está gestando en las derechas de otros países. Primer artículo de una serie sobre la nueva relación de los conservadores con el Estado.

La derecha posliberal trae un gran reproche: en su opinión, los conservadores están perdiendo la batalla de las ideas frente al progresismo cultural la visión moral de la izquierda por culpa del liberalismo. El resultado es un orden social y político donde cada vez resulta más difícil prosperar económicamente y buscar la vida buena.

¿Por qué dicen que la culpa es del liberalismo? Por tres motivos:

— Primero, porque la alergia del liberalismo económico al intervencionismo estatal ha privado a los conservadores de un recurso valiosísimo en esa batalla: el poder político. 

— Segundo, porque los postulados antropológicos que defendieron los teóricos del liberalismo clásico han minado por dentro las causas conservadoras.

— Y tercero, porque el liberalismo político contemporáneo ha establecido unas reglas de juego –la neutralidad del Estado– que, a juicio de los posliberales, incumple la izquierda.

El posliberalismo es una doctrina en construcción. A perfilarla en EE.UU. están contribuyendo cuatro pensadores que empezaron a publicar el boletín The Postliberal Order el pasado noviembre: Patrick J. Deneen, Gladden Pappin, Adrian Vermeule y Chad Pecknold. Fuera de este grupo, otros nombres destacados son: Sohrab Ahmari, Yoram Hazony, Rod Dreher…, si bien mantienen diferencias entre ellos. En Reino Unido está dando que hablar el posliberalismo de Adrian Pabst, partidario de una izquierda favorable a los valores familiares y religiosos. 

Un consenso muerto

El primer motivo de crítica al liberalismo se entiende mejor a la luz del contexto estadounidense. Durante la Guerra Fría, la derecha se organizó en una coalición anticomunista que fusionó tres tradiciones distintas: conservadores, liberales en lo económico e intervencionistas en política exterior (neocons). De ahí surgió un paquete de posiciones que más o menos puede resumirse así: valores familiares, laissez faire y cruzadas prodemocracia en el extranjero.

Los posliberales creen que, con esa alianza, el conservadurismo ha salido perdiendo. Lo explica muy bien el ensayista Tanner Green: si los neocons lastraron la credibilidad de los conservadores con las guerras de Irak y Afganistán, los neoliberales les negaron la posibilidad de usar el poder público para impulsar su visión moral. “Esta es la verdadera causa de la consternación de la Nueva Derecha: los conservadores perdieron la guerra cultural, y esta derrota –sostienen– fue culpa de su propio bando. La izquierda nunca se priva de utilizar el Estado para hacer un mundo más woke, pero a nosotros nunca se nos ha permitido responder de la misma manera”. 

La frustración posliberal con el antiestatismo queda patente en la declaración “Against the Dead Consensus”, publicada en 2019. Ahmari, Dreher, Deneen y el resto de firmantes –solo hay una mujer en una lista de 15, la articulista Julia Yost– reprochan a la vieja entente republicana el que se haya limitado a defender “de boquilla los valores tradicionales”, mientras el conservadurismo se desvirtuaba apoyando causas que le son ajenas.

Para reequilibrar las cosas, los posliberales se niegan a seguir proclamando como “dogmas” conservadores ciertos principios liberales, como el Estado mínimo, el libre comercio o la libre circulación de personas. Y exigen al Partido Republicano que aproveche el espacio abierto por Donald Trump y que se implique con más energía en la batalla cultural (ver: Debate sobre el conservadurismo post-Trump). 

Nuevos aliados

En un artículo titulado “From Conservatism to Postliberalism: The Right after 2020”, Gladden Pappin, redactor jefe de American Affairs y profesor asociado de ciencias políticas en la Universidad de Dallas, estira el argumento. En su opinión, “la visión liberal del Estado como garante de la paz y de las libertades individuales” no basta para mejorar las condiciones materiales de vida de los estadounidenses que se están quedando atrás ni para revertir la crisis de valores.

Para Pappin, la victoria de Trump en 2016 sugiere que hay una base importante de votantes “a favor de una mayor intervención del Estado”, sea para orientar la producción económica conforme al interés nacional, sea para poner freno a los efectos desintegradores del progresismo cultural en las familias. Ahora, la derecha debe decidir si recorre el camino iniciado por ese republicano heterodoxo o si regresa a la ortodoxia del laissez faire.

En la práctica, optar por lo primero supondría forjar un nuevo consenso en la derecha. Como explica en un reciente artículo Patrick J. Deneen, profesor de filosofía política en la Universidad de Notre Dame, la alianza estaría abierta a todos aquellos votantes que quieran “un orden político y social que se inspire en los viejos temas económicos de la clase trabajadora que en su día propuso la izquierda, y que quieran priorizar el uso del poder público para fortalecer las instituciones cívicas y familiares custodiadas por la derecha”.

No somos individuos autónomos

El segundo motivo del recelo conservador frente al liberalismo es más filosófico. Los firmantes de la declaración “Against the Dead Consensus” no se oponen al viejo consenso republicano solo por estrategia o cálculo político. Hay un motivo más profundo: el rechazo a los presupuestos antropológicos que subyacen a la filosofía liberal y, sobre todo, hacia el que consideran el rasgo más nocivo del liberalismo: la “fetichización de la autonomía”; el culto al individualismo extremo, sin otro límite que la prohibición de no dañar a otros.

Seguramente, el pensador posliberal que mejor ha abordado esta cuestión es Deneen. En su opinión, no vale decir que el liberalismo contemporáneo ha distorsionado la tradición liberal clásica. Al revés, el problema –como explicó en su libro ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (2018)– es que esta doctrina ha llevado a la práctica demasiado bien la visión del hombre en que se sustenta.

El liberalismo, dice Deneen, se presenta como una doctrina que deja en paz a los individuos, pues se limita a permitir que cada cual persiga su idea de vida buena. Pero lo cierto es que también esta doctrina ha aspirado desde sus orígenes a transformar a las personas y a la sociedad, orientándolas hacia la autonomía sin límites. En sintonía con el comunitarismo, Deneen critica que la libertad haya llegado a ser sinónimo de emancipación respecto de cualquier tipo de vínculo, costumbre, tradición… La paradoja es que ese individuo autónomo (y aislado) cada vez necesita más al Estado para llevar a cabo sus deseos de liberación.

El periodista Sohrab Ahmari, ex jefe de opinión del New York Post y protagonista de un importante debate en el ámbito conservador cristiano, sugiere otra paradoja: el proyecto de emancipación libertario casa mal con la tolerancia liberal, porque la lógica de la autonomía absoluta lleva a buscar el asentimiento de quienes ven con malos ojos el permisivismo moral. Como dice en su ya célebre artículo “Against David French-ism”, los partidarios de la máxima autonomía argumentan así: “Para que podamos sentirnos plenamente autónomos, debes aprobar nuestras decisiones sexuales (…); tu desaprobación nos hace sentir menos que plenamente libres”.

Quizá la clave está en lo que cada cual es capaz de construir dentro de ese marco político que es el orden liberal

El posliberalismo ¿nos salvará?

Los diagnósticos de los posliberales suelen añadir nuevas perspectivas a un debate público saturado de tópicos y dan que pensar sobre las debilidades del liberalismo, soslayadas a menudo por sus muchos logros. Pero queda la duda de si el individualismo extremo y otros males que denuncian están tan ligados a una ideología concreta. ¿Nos harían menos individualistas el nacionalpopulismo, el socialismo, el posliberalismo…? ¿De verdad debemos seguir esperando a que surja una ideología que salve a la humanidad?

En su ensayo ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, Deneen ponía el acento en la necesidad de desarrollar ciertos hábitos que renueven la cultura, la economía y la política: “No una teoría mejor, sino mejores prácticas”. Lo que no impide que, con el tiempo, emerja de esas prácticas una filosofía mejor. Ahora, sin embargo, parece que Deneen ha volcado sus energías en la articulación política –estatismo incluido– de la visión posliberal. ¿Hasta qué punto se ha alejado de su proyecto de promover formas de vida y comunidades que sean “faros de luz y hospitales de campaña” en medio de la polis?

Tampoco está claro que todos los males que ocurren dentro de las democracias liberales sean achacables al liberalismo. Quizá la clave está en lo que cada cual es capaz de construir por su cuenta y asociado con otros –y con una libertad envidiable, por cierto– dentro de ese marco político que es el orden liberal. Richard J. Neuhaus (1936-2009), referente intelectual del catolicismo estadounidense durante muchos años, apuntaba en esa dirección: “La Iglesia debe proponer –incesantemente, audazmente, persuasivamente, atractivamente. Si nosotros, que somos la Iglesia, no estamos haciendo eso, la culpa no es de la democracia liberal, sino de nosotros mismos” (ver: La difícil práctica del liberalismo).

Falsa neutralidad

Esta objeción nos lleva directos al tercer motivo de queja de los posliberales: ¿somos todos igualmente libres para pensar y vivir como queramos, dentro de los límites establecidos por la ley? ¿También en el espacio público? ¿Incluye esto a los creyentes?

Si hacemos caso al filósofo John Rawls (1921-2002), de las sociedades liberales caber esperar –como mínimo– dos cosas: flexibilidad para acomodar las distintas visiones del mundo y estilos de vida que compiten en el espacio público; y neutralidad por parte del Estado que, como un árbitro imparcial, se limita a garantizar que todos puedan participar en esas disputas “como ciudadanos libres e iguales”.

Pero esto es precisamente lo que cuestionan los críticos de esta versión tan idílica del liberalismo. La neutralidad es un mito, porque el Estado liberal sí toma partido por determinadas visiones del mundo. Por ejemplo, cuando permite que en las escuelas públicas se inculque una visión de la familia y la sexualidad contraria a la que los padres enseñan a sus hijos; o cuando las autoridades obligan, bajo la amenaza de multas, a una persona o a una entidad a actuar en contra de su conciencia o su ideario; o cuando se someten a un escrutinio especial las convicciones morales de los creyentes que aspiran a un cargo público, como si los no creyentes no las tuvieran, etc.

En estos casos, el Estado liberal incumple sus propias reglas, y el progresismo cultural –cada vez más militante– saca tajada. Hasta hace poco, la respuesta de los conservadores ante estos dobles raseros era promover medidas que refuercen la protección jurídica de los derechos y libertades que el liberalismo promete defender: libertad de pensamiento, de expresión, de conciencia… En este sentido, urge tomarse en serio los recursos de que disponen las democracias liberales para acomodar y hacer espacio a quienes tienen visiones del mundo contrapuestas. 

Pero la derecha posliberal desconfía del sistema y no ve posible corregir esta situación con las reglas del liberalismo. Por eso reprocha al conservadurismo mainstream su actitud defensiva: en vez de preocuparse por impulsar su visión moral, dice Deneen en otro artículo, los conservadores se empeñaron en defender el “liberalismo bueno”; es decir, el que de verdad es neutral ante las distintas concepciones del bien y permite que todos vivamos razonablemente en paz.

Y así erraron de pleno, a juicio de Deneen, pues cambiaron el noble ideal de ordenar la sociedad hacia el bien común por el “indiferentismo liberal”. Se centraron en reivindicar su derecho a existir y a discrepar, mientras se olvidaron de promover su concepción de la vida buena. Entretanto, el progresismo cultural –que no tiene nada de relativista ni de neutral, pues persigue sus causas “con una determinación feroz e inquebrantable”– no dudó en hacer avanzar su agenda.

Bien común y pluralismo

Hasta aquí lo esencial del diagnóstico de Deneen. Lo curioso es que, de pronto, adopta el papel de víctima y lamenta las críticas que le dirigen los conservadores mainstream… a los que acaba de criticar: los posliberales deben soportar, dice, “no solo la ira de los progresistas, naturalmente, sino también la de los ‘liberales clásicos’, los llamados conservadores que quizás son aún más agresivos en su oposición a un competidor del liberalismo”. Pero ¿qué espera Deneen? ¿Que nadie le discuta su visión de lo que llama “conservadurismo del bien común”? ¿Podrá aceptar que otros conservadores o los progresistas de la facción que sea no compartan su idea del bien común? 

De nuevo, al leer al último Deneen, uno tiene la impresión de que se ha alejado del ensayo que le dio fama mundial. Si entonces decía cosas como “es justo reconocer los logros del liberalismo, y hay que rehusar el deseo de ‘volver’ a una época preliberal”, ahora concede muy poco. Y aunque el blanco principal de sus críticas es el relativismo (a derecha e izquierda), surge la duda de si alberga reservas frente al pluralismo, como cuando se sorprende de que haya conservadores que apelan al “pluralismo de hecho” para no imponer algo por ley.

Hay que tener en cuenta que cuando los posliberales hablan de “utilizar el poder del Estado al servicio del bien común” mezclan varias cosas. Algunas medidas son muy parecidas –e incluso se quedan más cortas– a las del Estado del bienestar europeo. Otras miran a las políticas de Viktor Orbán. Y otras son de nuevo cuño, con implicaciones en el ámbito de los valores. Lo veremos en el próximo artículo de la serie.

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