Aunque tendemos a pensar que el arte expresa emociones subjetivas, en realidad esa forma de comprender la praxis creativa es relativamente reciente. En concreto, constituye una herencia romántica, puesto que fue en el éxtasis del romanticismo cuando la cultura despertó al mito de la autenticidad, como si Praxíteles, Rembrandt o Velázquez hubieran falsificado sus sentimientos. Gombrich, el autor de la famosa Historia del arte, cuestiona esta concepción en dos breves pero enjundiosas conferencias publicadas en los noventa por la revista cultural Atlántida y que ahora Rialp edita de forma conjunta.
Antes de que se impusiera la quimera de la genialidad, Virgilio, Bach o Velázquez tenían que esforzarse para entregar sus obras con la puntualidad con que el tendero abre su negocio. Más tarde, el artista se acostumbró a una vida lánguida, a la espera de la dádiva de las musas, olvidando entremedias que la estética está conectada con la realidad, con la experiencia, con la corporalidad. El arte es objetivo no únicamente porque el creador se sepa partícipe de una tradición, sino porque muchas de las condiciones de la obra –desde el material hasta la destreza, el criterio de perfección o la técnica– son más determinantes que la experiencia subjetiva.
Para un griego, la grandeza del arte residía en su poder para suscitar emociones en el espectador. Aunque el Renacimiento postula otra visión, Gombrich apunta que ni siquiera entonces se desprendió por completo de objetividad porque se creía que el arte estaba llamado a reflejar la realidad… figurativamente.
La única forma de rebatir el subjetivismo estético, piensa Gombrich, es mediante una suposición: ¿y si el quehacer artístico –se pregunta– sigue una trayectoria diferente y el artista, en lugar de obsesionarse por expresar lo que guarda en sus tripas, afrontara primero los signos expresivos, buscando por medio de su trabajo responder a la llamada del lienzo, de un color, de las vetas sinuosas del mármol o de una palabra?
En estas conferencias, el que fuera director del eminente Instituto Warburg cuestiona, además, el historicismo estético, insinuando que el arte se asienta en la biología. Sin llegar a tanto, algún fundamento común debemos de tener si alcanzamos a vislumbrar sentido en las catedrales góticas, pero también en expresiones estéticas más alejadas, como las pinturas rupestres o las danzas tribales. Existen diferencias y somos conscientes de ellas gracias a las lecciones de la antropología cultural, pero que brote arte allí donde planta su huella el hombre es un milagro que este valioso libro ayuda a esclarecer un poco.