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Hay mucho encanto en esta sencilla historia de un médico rural que, como otras muchas películas francesas similares, ha sido bien recibida en la taquilla, de una forma que induce a pensar que no solo influyen las buenas críticas sino también las recomendaciones de los espectadores: en la primera semana sumó 521.000 entradas y seis semanas después llegó a un millón y medio.

Me detengo en este particular, porque películas así, que no cuentan con grandes campañas de promoción, se benefician del aprecio del público por el buen cine, mejor si es nacional. Claro, para poder verlas, con los ritmos de la vida moderna, es necesario que estén en la cartelera el tiempo necesario para que los menos habituados a ir al cine se enteren de que hay una película muy agradable. Es algo que en otros países no ocurre. En Francia, sí, y me parece envidiable.

Hipócrates, la anterior película de Thomas Lilti, que fue médico antes que director de cine, contó con talento, simpatía y tensión la experiencia creíble de un joven médico en su primer año de residencia en un hospital parisino. Tuvo 800.000 espectadores en Francia.

En Un doctor en la campiña hay unos actores excelentes que leen con sabiduría unos personajes que son atractivos en su normalidad. El guion desarrolla muy bien la historia cercana, emotiva y llena del encanto de lo cotidiano. Heroísmo de diario, gente normal mirada con respeto y asombro ante el misterio de la bondad humana, siempre a vueltas con las limitaciones propias y ajenas. El cine, las artes, nunca son más grandes que cuando logran aquello que un poeta llamado Terrence Malick ha hecho realidad en su cine: que todas las cosas brillen. Por modestas que sean. Porque nada iguala el brillo de lo pequeño cuando el amor anda suelto.

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