Tuvalu

Director: Veit Helmer. Guión: Michaela Beck y Veit Helmer. Intérpretes: Denis Lavant, Chulpan Hamatova, Philippe Clay, Terrence Gillespie, E.J. Callahan. 101 min. Jóvenes-adultos.

DIRECCIÓN

GÉNEROS

En una ruinosa ciudad costera de Europa oriental, en un año cualquiera después de 1950, transcurre la (in)acción de esta curiosa película. Una vieja piscina pública se cae a pedazos, pero el propietario -un rico ciego-, su inocente hijo Antón -que sueña con ser capitán de barco- y los pocos clientes habituales se niegan a abandonarla. Gregor, el hermano de Antón, hace todo lo posible por derruir la piscina y vender el solar a una constructora. Mientras tanto, aparece Eva, la hija de un lobo de mar. De ella se enamorarán a la vez Gregor y Antón.

El joven cineasta alemán Veit Helmer ha obtenido un centenar de premios con sus cortometrajes y spots. Y Tuvalu, su primer largo, que ya lleva 24 galardones, no desmerece de sus predecesores. Es más, les debe demasiado: a pesar de una indudable gracia y originalidad, es como una sucesión de cortos. Helmer ha hecho aquí un doble alarde: primero ha rodado una película casi muda, con sonido ambiente y música, pero cuyos personajes se limitan a emitir de vez en cuando algún ruido y algún nombre propio. En segundo lugar, ha rodado en blanco y negro, y después ha coloreado el negativo con diversos virados a la antigua usanza, según el ambiente de la acción.

La película tiene más aciertos que fallos, y un indiscutible encanto, que se debe un poco al tono surrealista de la historia, otro poco a la esmerada ambientación y a la atrevida planificación, y un mucho a sus entrañables personajes. Y es que Helmer hace un homenaje a sus ídolos, sin dejar a ninguno fuera: Chaplin, Keaton, Turpin, Murnau… y, más cerca de nosotros, el serbio Emir Kusturica y los franceses Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, autores de Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos. Este afán de Helmer explica su recurso a aceleraciones de las imágenes y a otros golpes de humor del slapstick, así como su opción por unas interpretaciones histriónicas y gestuales. Sin embargo, la platónica ingenuidad de muchos de sus referentes es sustituida aquí por una descripción explícita, aunque delicada, del despertar sexual de Antón, que culmina en la contemplación de la bella Hamatova, cual sirena, en la piscina.

Fernando Gil-Delgado

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