Desde que se estrenó en Venecia y se alzó con el León de oro –pese a ser una producción de Netflix–, la última película de Alfonso Cuarón no ha dejado de cosechar premios y halagos por parte de la crítica. Esta expectación puede jugar en contra de una película que en su apariencia es minimalismo puro, silencio, cotidianeidad, incluso nimiedad. Se podría decir que en Roma no pasa nada. Aparentemente. Porque lo que pasa en Roma es lo más grande que le puede pasar –y le pasa– a una persona: su infancia. Y, alrededor de ese tiempo vital, su familia, su madre y las personas que le cuidan. Cuarón construye la historia a partir de sus vivencias de niño en el barrio de Roma, en Ciudad de México, y del papel –clave– que tuvieron en su vida tres mujeres; su madre, su abuela y Cloe, una joven cuidadora que ayuda en las tareas domésticas y que, como en tantos casos, es una segunda madre. El personaje de Cloe es el gran hallazgo de una película que es, toda ella, un maravilloso descubrimiento.

El cineasta mexicano escarba en Roma –como se podría hacer en la ciudad eterna– para encontrar en medio de los detalles insignificantes de la vida corriente el sentimiento, la emoción, el significado que convierte una pelea, una caricia, un pequeño accidente o un abrazo en algo épico, en algo grande. Porque los niños viven su historia a escala de Historia. Sus partidos en el patio del colegio son finales de la Champions y sus riñas entre hermanos, guerras mundiales. Un desaire puede romperles el corazón y un caramelo reconciliarles con el Universo. Para reflejar la infancia con realismo y sin edulcorantes hace falta sensibilidad, talento y humildad para rodar con el corazón a la altura del niño.

Por otra parte, esta infancia que Cuarón describe –la suya– está llena de dificultades… pero dificultades cotidianas también. Hemos visto en la pantalla grande niños que se enfrentan al crimen, al maltrato o, al menos, a la muerte. Hay poco de esto en Roma. El dolor y el drama, que lo hay, se cuela por las rendijas de lo familiar, de lo íntimo, de lo que se acepta como peaje por quien sabe que para llegar al paraíso hay que atravesar este valle de lágrimas. Por esto, y porque está transido de amor y compañía, el dolor de Roma no es agresivo, no chilla, es un dolor sordo, quedo, y, en cierto modo, esperanzado.

Y hay esperanza porque hay mujeres. Roma es un canto a la mujer. A la mamma si estuviéramos –de nuevo– en la ciudad eterna. A la mujer fuerte que, siendo madre o sin serlo, une a las personas, sostiene a la familia y es capaz de proteger la inocencia aun a costa de su propia sangre. Una mujer que es capaz de curar una herida, consolar un llanto o salvar la vida. Una mujer que, como dice una de las protagonistas –“desengáñate, las mujeres estamos siempre solas”– puede estar sola, pero siempre está acompañando.

En Roma los hombres son personajes secundarios, son solo sombras; la consistencia, el suelo donde echa raíces la infancia tiene siempre nombre de mujer.

Y por si fuera poco esta lección de humanidad, de verdad, de comprensión de lo que significa vivir, Alfonso Cuarón lo envuelve en auténtica poesía cinematográfica, en encuadres que son arte, en planos secuencia que valen narrativamente lo que una buena novela, en un blanco y negro absolutamente expresivo. Se entiende que Cuarón diga, mientras agradece el apoyo de Netflix, que Roma se pensó para la pantalla grande.

Por algo estamos ante una película –como la ciudad– majestuosa, sabia, eterna. O para que no me acusen de exagerar–y en esto habrá pocas dudas–, estamos ante “la” película del año.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

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  1. 18 Mar, 2020

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