Palabra y utopía

TÍTULO ORIGINAL Palavra e utopia

DIRECCIÓN

GÉNEROS

Director y guionista: Manoel de Oliveira. Intérpretes: Lima Duarte, Luis Miguel Cintra, Ricardo Trepa, Leonor Silveira, Miguel Guilherme. 130 min. Jóvenes.

Sorprende que un nonagenario esté en condiciones de dirigir cine. Y sorprende aún más que sea capaz de dirigir una película al año. Pues eso es precisamente lo que lleva haciendo desde hace cuatro Manoel de Oliveira, sin duda el mejor cineasta portugués de la historia. A la espera de su última película, Vou para casa -muy elogiada en el último Festival de Cannes-, se estrena ahora la penúltima, Palabra y utopía, presentada en el Festival de Venecia 2000 y ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Huelva 2000.

Su bergmaniano y nada comercial título hace justicia al ser real de la película, que no es más que una encendida apología de la capacidad emotiva y reflexiva de la palabra, sobre todo cuando está movida por la fe en la utopía sobre la dignidad y bondad del ser humano. Esta idea central se desarrolla a través de la azarosa biografía del Padre Antonio Vieira, famoso jesuita portugués del siglo XVII al que Oliveira ya había citado en algunas de sus películas anteriores. Nacido en Lisboa en 1608 y muerto en Bahía en 1697, el Padre Vieira evangelizó Brasil, fue un activo diplomático al servicio de la corona portuguesa y se hizo famosísimo por sus preciosos y profundos sermones, que cautivaron en Roma a la Reina Cristina de Suecia y al mismo Papa. Éste le eximió de la jurisdicción de la Inquisición portuguesa, que años atrás había procesado a Vieira por sus profetismo sebastianista, si no herético, sí bastante peregrino.

A través de la poderosa voz de Vieira, sublime y polifacética, Oliveira critica la esclavitud, la expulsión de los judíos y la intolerancia religiosa, al paso que reivindica la vida cristiana «como milicia», razona por qué «Dios vela por los inocentes pero permite que sufran» y avisa de que, a menudo, «los ancianos no sólo son niños sino, lo que es peor, infantiles». Pero, sobre todo, en sus pliegues más profundos, la película exalta la trascendencia del hombre frente al materialismo reductor, y reivindica a gritos el valor de la palabra como suprema manifestación de la espiritualidad humana, tan rica en matices que en ella conviven la genialidad y la locura, y hasta la santidad y el pecado.

Como domina de modo absoluto la palabra, la puesta en escena es desmesuradamente sobria, teatral y arrítmica, porque además Oliveira -como ya hiciera en La carta- homenajea al cine mudo y fragmenta las principales escenas con largos rótulos explicativos. En todo caso, el tedio que podrían provocar y provocan estas opciones antinarrativas en favor del ensayo se ve recompensado con apabullantes estallidos de humanidad y belleza. Esta condición alcanzan el desenlace y el antológico duelo entre Vieira y Fray Jerónimo Cattaneo, con la reina Cristina de Suecia como incitadora y testigo, y con las risas de Demócrito y los llantos de Heráclito como tema de debate. En estos estallidos de auténtico arte audiovisual se aprecia nítidamente la magistral planificación de Oliveira -con abundancia de planos secuencia-, su vigoroso sentido de la iluminación -a veces, a lo Velázquez; otras, a lo Rembrandt; otras, a lo Vermeer- y su capacidad para arrancar interpretaciones memorables a los actores. En este sentido, si Ricardo Trepa y Luis Miguel Cintra dan vida con gran vigor al Padre Vieira de joven y de adulto, Lima Duarte está sublime en su emotivísima recreación de la ancianidad del jesuita.

Así que la película -por usar otra de las audaces comparaciones de Vieira- ofrece las dos caras del rey David: es arpa y es honda, música y predicación, contemplación gozosa e inquietante agitación de los espíritus. Y, en todo caso, lo es a la mayor gloria de dos portugueses universales, Antonio Vieira y Manoel de Oliveira, que, como muchos de sus compatriotas, tuvieron «poca tierra para nacer, y toda la tierra para morir».

Jerónimo José Martín

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