En 1922, F. W. Murnau (1888-1931) alcanzó la cima del expresionismo alemán con su película Nosferatu, una impactante adaptación libre de la novela Drácula, del dublinés Bram Stoker (1847-1912), la cumbre del terror gótico. Ahora, el discutido cineasta estadounidense Robert Eggers rinde homenaje a la novela y a la película, en una nueva versión fílmica con cualidades y defectos similares a los constatados en sus anteriores largometrajes: La bruja (2015), El faro (2019) y El hombre del norte (1922).
La acción se desarrolla en 1839 y se inicia en Visborg, una ciudad costera alemana. El agente inmobiliario Thomas Hutter (Nicholas Hoult) recibe el encargo de viajar a un perdido castillo en los Cárpatos para vender una casa al misterioso conde Orlok (Bill Skarsgård), sobre el que corren espeluznantes leyendas por toda Transilvania. Antes de partir, la esposa de Hutter, Ellen (Lily-Rose Depp) –que padece terribles pesadillas– da a su marido un viejo relicario y se traslada a vivir a la casa de unos amigos: Friedrich Harding (Aaron Taylor-Johnson) y su esposa Anna (Emma Corrin). Enseguida Hutter comprende que el temido conde Orlock está obsesionado con su esposa, con la que extenderá su maldición. Así lo intuye también el profesor Albin Eberhart von Franz (Willem Dafoe), un experto en vampiros y demonios despreciado por los académicos universitarios.
El guion del propio Eggers es fiel al que escribió Henrik Galeen para Murnau, pero padece alguna caída de intensidad y se alarga demasiado. Igualmente, sus sugerentes críticas al hedonismo y al progreso sin ética, su defensa del diálogo entre ciencia y fe, y su elogio del amor verdadero frente a la lujuria se enrarecen por su perspectiva demoniaca de los vampiros y sus confusas reflexiones sobre religión y superstición.
En parte, esos defectos se compensan con la gran potencia visual de la puesta en escena, que genera una angustiosa e irreal atmósfera de terror. En este punto es clave la degradada fotografía de Jarin Blaschke, cercana siempre al blanco y negro, llena de sombras, nieblas y claroscuros, y reforzada por los estridentes efectos de sonido y la disonante partitura de Robin Carolan. Este opresivo ambiente onírico disculpa además ciertos histrionismos, aunque todos los actores cumplen con creces, especialmente Willem Dafoe. Menos disculpable es la morbosidad a veces repulsiva con que Eggers muestra la sádica violencia y la macabra sexualidad de la historia, resueltas por Murnau con mucha más elegancia y sutileza.
Jerónimo José Martín
@Jerojose2002