Pocas películas me han parecido tan decepcionantes como La vida de Adèle. Ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes entre todo tipo de adjetivos grandilocuentes por parte de los críticos. También hablaban del explícito tratamiento del sexo y de la larga duración de la película, pero envuelto todo entre tanto elogio que parecía que una y otra cosa eran el peaje necesario para contemplar una obra maestra sobre la adolescencia, o una profunda reflexión sobre las contradicciones del amor, o el retrato definitivo de la sexualidad femenina; cuestiones todas ellas de innegable interés.

La decepción ha sido absoluta. La vida de Adèle cuenta en 179 larguísimos e interminables minutos la historia de una adolescente que, después de un torpe encuentro sexual con un compañero del instituto, se siente atraída por una estudiante de Bellas Artes y comienza con ella una apasionada y frenética relación afectiva y, sobre todo, física, que terminará diez años después con la misma rapidez, al menos para una de ellas, con la que empezó.

El manejo del tiempo no es el fuerte de Kechiche en esta película que, después de avanzar con una premiosidad enojosa, cuenta el camino del primer beso al primer sexo en unos pocos segundos, para detenerse con velocidad pasmosa en una larguísima y explícita escena que, como señalaba una conocida crítica americana, más que de sexo humano parece de apareamiento animal. Inverosímil es la palabra que define esta trayectoria amorosa. La relación de las jóvenes se resume en unas cuantas conversaciones culturetas en las que hablan de filosofía, arte o cine, y una sucesión de encuentros sexuales que no aportan narrativamente nada. ¿Y la adolescencia? ¿Y el conflicto? ¿Y la contradicción? Prácticamente ni se incoan. Aparecen un poco en el origen de la cinta… pero se quedan en la epidermis. O, para no ser injustos, se dejan a Adèle Exarchopoulos, la joven actriz protagonista que –con la cámara continuamente pegada a escasos centímetros– llora, ríe, coquetea, besa y sufre con gran naturalidad. Es cierto que la joven actriz llena la pantalla, pero eso no es suficiente para construir una historia de guion nimio, y a falta de historia es el espectador o el crítico el que tiene que añadir profundidad a la epidermis.

Al final, hay que dar la razón a la creadora del cómic, que denunciaba no reconocer a sus personajes en la película, tachaba las escenas de sexo de ridículas y pornográficas, y terminaba resumiendo que la adaptación de su novela se ha convertido en un proyecto voyeurístico centrado en reflejar las fantasías de algunos hombres sobre el sexo lésbico. Algo similar sentenciaba Manohla Dargis en su crítica en el New York Times: “La película se nota más cercana a los deseos de Kechiche que a cualquier otra cosa, y esto es decepcionante”. Lo confirman las denuncias de las actrices al modo obsesivo y tiránico como rodó Kechiche (“No volveremos a trabajar con él, nos pidió cosas que nadie se atreve a pedir”). Y resulta ilustrativo que, hasta ahora, a las mujeres, que son las que saben más de las cuestiones afectivo-sexuales femeninas, les ha gustado mucho menos La vida de Adèle.

El tiempo pondrá La vida de Adèle en su sitio. Pienso que no tendrá largo recorrido esta película epidérmica y, como tal, absolutamente prescindible. De momento, la Academia francesa ni siquiera la ha preseleccionado para los Oscar. Ha preferido elegir la mediocre Renoir, otra película con exceso de carne desnuda pero con algo más de alma.

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