La inglesa y el duque

TÍTULO ORIGINAL L’anglaise et le duc

DURACIÓN 120 min.

DIRECCIÓN

GÉNEROS

PÚBLICOJóvenes

El octagenario Eric Rohmer es quizá el mejor y más independiente de los directores franceses vivos. De ahí que se atreviera durante cuatro décadas a ejercer de notario fílmico de los desconciertos del hombre contemporáneo en sus Cuentos morales (1962-1978), Comedias y proverbios (1980-1986) y Cuentos de las cuatro estaciones (1989-1999). Una vez cumplida esa misión, en su última película rememora sus tiempos de La marquesa de O y Perceval le Gallois, y reivindica el papel del cine como vehículo de divulgación histórica.

La inglesa y el duque adapta fielmente Mi vida bajo la revolución, las memorias de Grace Elliot, una aristócrata inglesa que fue amiga íntima del voluble Duque de Orleans, alias Egalité, uno de los pocos nobles que lideraron la Revolución Francesa hasta ser, como tantos otros, devorado por ella. Aquella valiente mujer se negó a huir a Londres, y vivió en directo muchas de las masacres del Terror (1792-1794), cuando la persecución religiosa alcanzó su culmen y cuando líderes neuróticos lanzaron al populacho a una vorágine de violencia. En esa época turbulenta, Grace Elliot aprovechó su condición de extranjera y, arriesgando su vida, salvó de la guillotina a varios aristócratas y militares, injustamente condenados a muerte en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

Rohmer ha reconocido su deuda con las que son –con permiso de Diálogos de carmelitas, de Bruckberger y Agostini, y Danton, de Wajda– las tres mejores películas sobre la Revolución Francesa. A saber: Las dos huérfanas, de Griffith; Napoleón, de Abel Gance; y La Marsellesa, de Jean Renoir. Como ellas, La inglesa y el duque ofrece una visión revisionista y desmitificadora de una revolución que, a diferencia de la soviética, nunca ha gozado de una hagiografía fílmica de la talla de El acorazado Potemkin u Octubre. Y, a diferencias de éstas, se esfuerza por alcanzar una perspectiva histórica sin parcialidades ni maniqueísmos, que permita al espectador comprender las mentalidades de la época. Además, todos los personajes están perfilados desde una sólida antropología y una lúcida perspectiva moral y sociológica, que permite inquietantes reflexiones sobre la democracia.

Este enfoque enriquece el guión, y permite a los actores unas interpretaciones soberbias, de gran capacidad emotiva a pesar de su estilo premeditadamente teatral, coherente con los modos afectados del XVIII. Este estilo teatral se refuerza con los rótulos entre secuencias -en honor al cine mudo- y con la arriesgada opción antirrealista de la puesta en escena, en la que Rohmer renuncia a los paisajes naturales y, a través de sofisticados efectos digitales, integra a los actores en bellas recreaciones pictóricas preimpresionistas. Al principio, sorprende este efecto, así como las texturas de la imágenes, rodadas en vídeo digital y en estrictos planos fijos. Pero pronto uno se acostumbra, y hasta disfruta con esos cuadros maravillosos, que dan al film un singular carácter de obra de arte total. «No me importa tanto el realismo como la verdad de las cosas», ha afirmado Rohmer. Y su última película acumula toneladas de esa verdad.

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