Adaptación de un relato de Denis Lehane, con guion del propio autor, de quien se han llevado al cine Mystic River, Adiós pequeña adiós y Shutter Island. Dirige con buen pulso el belga Michaël R. Roskam. El epicentro narrativo es un bar de los bajos fondos neoyorquinos, que sirve para blanquear dinero de violentos gánsteres chechenos. Atiende la barra Bob, con aspecto simplón y poco expresivo, sobre todo comparado con su primo Marv, más dicharachero.
Cinta de atmósfera desasosegante; los personajes tienden al laconismo y la introspección, nunca acabamos de conocerlos del todo. Las apariencias engañan, como el perro Rocco, un cachorrito encantador de pit bull, salvado del cubo de la basura por Bob. Se diría que la serie televisiva Breaking Bad ha hecho escuela: de nuevo se nos ofrece una galería de personajes que en su aparente normalidad resultan bastante tarados, por su ambición, falta de respeto a los otros, violencia y mediocridad. La pendiente del crimen es resbaladiza, resulta difícil sostenerse en pie, a pesar de que algún personaje pueda guiarse por ciertos principios. Al menos Bob, de misa dominical, parece tener claro que no debe acercarse a comulgar, lo que no deja de llamar la atención del sabueso –la historia va de perros, olfato e instinto, entre otras cosas– policía.
El malogrado James Gandolfini prueba que le van los personajes de ambientes criminales: siendo su Marv distinto a Tony Soprano, los matices importan. Tom Hardy sigue mostrándose como actor camaleónico, y está adecuadamente sobria Noomi Rapace. Y sin embargo, todos, también el matón de Matthias Schoenaerts y el policía de John Ortiz, imprimen a sus personajes un punto de “pasados de rosca”, que se diría signo de los tiempos, tiempos de agotamiento existencial: el ser humano toca fondo y no lo toca, pues parece no tener donde hacer pie para afrontar sus desafíos.
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