Una banda de ladrones realiza un robo de enorme audacia. Neil (Robert De Niro), su cabecilla, es un hombre inteligente, que prefiere evitar crueldades innecesarias. Para estar libre de ataduras, evita implicarse demasiado en sus relaciones. El golpe lo investiga Vincent (Al Pacino), un concienzudo policía a quien su excesiva dedicación al trabajo causa graves problemas afectivos.

Michael Mann escribe y dirige un film complejo, tanto de estructura como de producción y realización. Ya había mostrado su capacidad para conjugar espectáculo e interés humano en El último mohicano. Aquí repite la fórmula, pero con mayor acierto. No sólo es capaz de coreografiar los robos y persecuciones con la misma efectividad que cualquier jungla de cristal, sino que sabe dosificarlos en una historia de entidad, en la que se dibujan un ladrón y un policía que tienen más de un punto en común. Sin duda, la presencia de dos actores de gran talla, De Niro y Pacino, contribuye a elevar la calidad del film.

A pesar de que algunos personajes están poco dibujados, la película funciona muy bien. Hay violencia, pero no regodeo en ella, y un tratamiento casi siempre contenido de lo morboso. Varias subtramas desarrollan con acierto el deseo de llevar una vida familiar normal por parte de policías y delincuentes. Pero se trata de personajes con sentimientos contradictorios. Un trabajo para servir a la sociedad puede no llenar la vida propia y de los que están alrededor… El deseo de dejar un determinado estilo de vida no es fácil… Al final siempre llega el momento de optar, y cuando a Neil se le presenta, no sabe qué hacer.

La fotografía de Dante Spinotti ofrece una atractiva visión nocturna de Los Ángeles, iluminada como un enorme árbol de Navidad. También resulta muy importante su función en la secuencia cumbre, que transcurre en un aeropuerto, y en el que el constante encendido y apagado de las luces para el despegue y aterrizaje de aviones se convierte en una buena metáfora del mundo de luces y sombras en que se mueven los protagonistas.

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