Resulta incómodo elogiar una película, como Estado eléctrico, que está siendo masacrada por una buena parte de la crítica. Pero pienso que es de justicia resaltar también las muchas virtudes de esta nostálgica e impresionante epopeya de ciencia-ficción, la producción más cara de Netflix, con 320 millones de dólares de presupuesto. Porque se trata de un valioso intento de recuperar el espíritu cinéfilo, espectacular y positivo de los grandes filmes para toda la familia de los años 80 y 90 del siglo pasado, con Steven Spielberg como principal referente. Es evidente su influencia en este filme dirigido y producido por los hermanos Anthony y Joe Russo, responsables de varias de las mejores películas de superhéroes de la Marvel, como Vengadores: Infinity War.
El ambicioso guion de Christopher Markus y Stephen McFeely adapta la novela gráfica del polifacético artista sueco Simon Stålenhag, que imagina un pasado alternativo al real. En 1990, los numerosos robots usados por los humanos se rebelan, reclaman sus derechos, luchan contra la humanidad, pierden la guerra y 6.000 de los supervivientes son recluidos en la desértica e inaccesible Zona de Exclusión. Hacia allí se encamina en 1994 Michelle (Millie Bobby Brown), una huérfana rebelde y temeraria, después de encontrarse con Cosmo, un simpático autómata que asegura estar controlado mentalmente por Christopher (Woody Norman), el inteligentísimo hermano pequeño de la chica, al que ella daba por muerto en un accidente. Los acompañarán en su odisea por el hostil suroeste de Estados Unidos un ex soldado llamado Keats (Chris Pratt) y su inseparable robot Herman.
Ciertamente, Estado eléctrico padece alguna caída de ritmo en su tramo central y a veces no alcanza la vibrante capacidad cómica o emotiva de algunos de sus referentes: El diablo sobre ruedas, E.T., WALL·E, Ready Player One… Sin embargo, sus sensacionales efectos visuales apabullan en las secuencias de acción, y sus sugerentes diseños retrofuturistas logran humanizar a los robots hasta conmover al espectador con sus dramas. Y ese despliegue técnico se refuerza con las impecables interpretaciones de Millie Bobby Brown –la inolvidable Eleven de Stranger Things–, de Chris Pratt y de secundarios de lujo como Stanley Tucci.
Tales esfuerzos formales e interpretativos disimulan las irregularidades en el desarrollo de la trama y dan entidad a sus certeras críticas al ensañamiento terapéutico, a una visión sin ética del progreso científico, y a la creciente desconexión entre los seres humanos por culpa de las pantallas y la realidad virtual. Y así la película culmina con una vibrante exaltación de la fraternidad, la amistad y la solidaridad, y una profunda y emocionante reflexión sobre el sentido del sufrimiento y el sacrificio en favor del bien común. Todo ello, muy bien acompañado por la variada partitura de Alan Silvestri y por una estupenda selección de canciones retro… y no tanto.
Jerónimo José Martín
@Jerojose2002