La relación de Shakespeare con el cine es tan profusa y dilatada como la misma historia del séptimo arte. No solo se han rodado adaptaciones de sus obras, sino que se han hecho diversos experimentos narrativos, desde Campanadas a medianoche de Orson Welles a Looking for Richard, de Al Pacino. Pero es llamativo que lo haga un director como Roland Emmerich, especializado en superproducciones apocalípticas como El día de mañana, Independence Day o Godzilla.

Lo que nos cuenta es una ficción basada en la hipótesis de que William Shakespeare no era el verdadero autor de sus obras. El auténtico dramaturgo sería el Conde de Oxford, que se esconde tras la identidad de un impresentable actor, casi iletrado, llamado William Shakespeare, y que se presenta ante el mundo como el autor de esos libretos ajenos.

La película está protagonizada por actores normalmente secundarios, como Rhys Ifans, David Thewlis o Sebastian Armesto, excepto quien presenta el prólogo y epílogo del film, Derek Jacobi, que hace de sí mismo, y la veterana Vanessa Redgrave, que encarna a Isabel I (su hija, Joely Richardson, interpreta a la reina joven).

En realidad, más que un biopic de ficción, Anonymous está más cerca del thriller, sobre todo en su segunda parte, aunque no faltan elementos de drama, de comedia, de romance y de reconstrucción histórica. La dirección artística es deslumbrante, y es ahí donde se nota en pequeña escala un presupuesto a lo Emmerich, aunque el diseñador de producción, Sebastian T. Krawinkel, no es el habitual del cineasta alemán.

Menos redondo es el guión, que aunque bien trabado, es excesivamente complejo en el inicio, con flashbacks no anunciados, y con un baile de nombres y personajes que se relevan unos a otros con excesiva rapidez. Pero no deja de ser un buen guión. Mucho más discutible es el diseño del personaje del Conde de Oxford, que aunque atractivo, responde al tópico ideológico del Shakespeare pagano, muy lejano de la hondura metafísica que revelan sus obras.

Es una pena, pues el personaje que ha construido el guionista John Orloff es muy interesante y rico en matices. El marco ideológico también se desliza en el tratamiento de la religión, ya que los personajes más pérfidos del film, Robert Cecil y su padre, son los únicos que salen rezando en varias ocasiones. También es cierto que estos personajes encarnan a ese cristianismo enemigo de Roma que lideró la mal llamada –según el film– Reina Virgen.

La película, más allá de pretender ser una provocación para el mundo de la academia y la literatura, es un homenaje a Shakespeare, fuera quien fuese, como el hombre que supo captar el alma de una época y que supo ver los conflictos morales que se escondían bajo los juegos del poder de su tiempo. Pero la filosofía de la historia que propone Emmerich al final es pesimista, quizá cínica y algo maquiavélica. El resultado es brillante, excesivo en su metraje, que cuenta con varios finales, y sin duda revela que Emmerich, además de dirigir blockbusters catastrofistas, es capaz de llevar a buen puerto producciones más “cultas” para otro tipo de público menos juvenil.

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