The Americans

TÍTULO ORIGINAL The Americans

PRODUCCIÓN Estados Unidos - 2013

DURACIÓN 47 min.

CREADORES

PRODUCTORAS

GÉNEROS,

PÚBLICOAdultos

CLASIFICACIÓNViolencia, Sexo

ESTRENO30/01/2013

Phillip: ¡Eres mi esposa!
Elizabeth: ¿De verdad?

En pocas series un diálogo tan escueto puede resumir tanto sobre el conflicto dramático que alimenta la trama. The Americans, que ahora emite su segunda temporada, es uno de los mejores productos televisivos estrenados en 2013, un año fértil en la ficción catódica, con el aterrizaje de una competencia tan feroz como Hannibal, Rectify o House of Cards, entre otras muchas.

Dobles vidas
La premisa de The Americans ahonda en una tendencia muy manoseada por la serialidad contemporánea: las dobles vidas. Por ahí han hecho fortuna la imprescindible Breaking Bad, la decadente Dexter, la tragicómica Nurse Jackie o la nihilista Weeds. Sin embargo, en The Americans se le aplica una jugosa vuelta de tuerca al motivo, puesto que el disfraz viste una justificación histórica-política: un par de agentes soviéticos se hace pasar por un ejemplar matrimonio estadounidense en las afueras de Washington D.C., durante el inicio del primer mandato de Ronald Reagan. Suenan Peter Gabriel y Fleetwood Mac; hierven los ochenta. Hasta ahí, nada nuevo: los libros de historia –y los periódicos de la época– certifican la verosimilitud del punto de partida. Una ofensiva subterránea de contrainformación y sabotaje donde, como reivindica uno de los jefes de la CIA, impera una simple ecuación bélica: “Ellos nos matan. Nosotros los matamos a ellos. Ese es el mundo en el que vivimos”.

Todos los personajes transitan el borde de un precipicio moral y vital, donde la mentira y la máscara son sus formas de vida

Lo más sorprendente es que la Guerra Fría no es la protagonista de The Americans. Es tan solo el paisaje. Estamos ante una serie de espías, sí, pero sobre todo ante un drama familiar que explora el concepto de matrimonio. Y su mejor virtud es conjugar de manera fascinante las esferas profesional y afectiva de sus criaturas. Pocas veces una historia había sabido mezclar tan sagazmente la dimensión amorosa, familiar, profesional y política.

Porque The Americans presenta varios chaflanes que la hacen diferente –y más profunda– que otras series con mejor prensa, pero mayor vacío e inestabilidad (léase Homeland, ese drama de espionaje que ha acabado en mueca y desquicie). En primer lugar, toda la trama hace patente una contradicción: los Jennings llevan el paraíso comunista y la destrucción de la democracia liberal en su ADN, mientras que sus dos retoños disfrutan todos los palpables beneficios del “American way of life”. En la segunda temporada, por ejemplo, la hija mayor del matrimonio descubre su vocación religiosa, para asombro del opiáceo ateísmo de sus padres; es lo que tiene crecer en un entorno de libertad, aunque sea lejos de la madre –madrastra– Rusia.

Además, el guion inserta desde la premisa una bomba de relojería estupenda para alimentar la tentación y la paranoia. El primer detonador, la tentación: varios espías soviéticos que pululan por los Estados Unidos se han cambiado de bando, consiguiendo suculentas sumas de dinero y una vida más tranquila; eso es, desde luego, una vía de agua para cualquier ideal pálido. El segundo catacrac, la paranoia: un obsesivo y atormentado agente del FBI se les muda a la puerta de al lado, en el barrio residencial donde viven; ignoran si es un síntoma de que el gobierno estadounidense les huele o una maldita casualidad.

Los protagonistas llevan el paraíso comunista en su ADN, mientras que sus dos hijos disfrutan todos los palpables beneficios del “American way of life”

Espías y padres
Pero, más allá de ese campo de minas, donde la serie pega el salto que la catapulta a la excelencia es en la reflexión que traza sobre la noción de compromiso, tanto amoroso –el matrimonio de conveniencia de los Jennings– como político –la fe en unos ideales–. “La familia –escribía Chesterton– es la prueba de la libertad, porque la familia es lo único que el hombre construye por sí mismo y para sí mismo. Otras instituciones, tanto despóticas como democráticas, están hechas en gran parte por extraños”. La gracia de The Americans es la de haber levantado una familia como coartada, una familia de extraños que, conforme avanza el metraje, insufla gasolina dramática para ir resolviendo la paradoja: los vínculos entre padres e hijos sobrepasan a los del fervor político. La tensión, irrevocable, parte de que por muy bolchevique que uno sea, no es lo mismo entregar tu vida por la revolución del proletariado que sufrir por la posibilidad de que liquiden a un ser que ha nacido de tus entrañas. El instinto paternal arrasa cualquier quimera ideológica.

Así, en The Americans todos los personajes transitan el borde de un precipicio moral y vital, donde la mentira y la máscara son sus formas de vida. El “amor” de los Jennings parte del politburó, de acuerdo, pero lo crujiente del guion es cómo el afecto verdadero acaba cuajando en el matrimonio. Muchas de las misiones que estos espías llevan a cabo se despliegan empleando la impostura emocional. Incluso hay algunas escenas de sexo –presentes en varios capítulos– que, más allá de su explicitud matahari, sirven para remarcar el vacío rutinario de quien marca una x en una misión. Por ello, resulta casi conmovedor descubrir que los celos pueden emerger en una pareja que partía de un compromiso de hojalata, que se ayuda para buscar dirigentes incautos a los que robarles secretos de estado en la alcoba. Al final, resulta que la intimidad sí duele…

Pocas veces una historia había sabido mezclar tan sagazmente la dimensión amorosa, familiar, profesional y política

Sobre esa ambigüedad se levanta esta serie que, con su segunda temporada, se ha convertido en una de las referencias de calidad en la ficción televisiva actual. Una ambigüedad multiplicada por su obstinación en hacernos empatizar con un “enemigo”, los soviéticos, que hoy sabemos cómo hundieron su Titanic. Así, con esa suave melancolía antiheroica, la segunda temporada sigue escarbando, con sutileza y sin moralismos, en las contradicciones internas de cada bando, en las grietas de verdad que los disfraces dejan en estos agentes que han hecho del carnaval su forma de vida. En definitiva: en las cicatrices íntimas que va sembrando una guerra que nuestros protagonistas aún no saben que perderán por goleada.

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