Científicos y creyentes comparten la misma pasión por la verdad. Así lo atestiguan quienes se dedican a la investigación sin renunciar a sus convicciones. Su experiencia muestra no solo que la ciencia es compatible con la fe, sino también que es un camino para llegar a Dios.
¿Cuándo nace un mito? Aunque es difícil datar su surgimiento con exactitud, el que se refiere al supuesto conflicto entre religión y ciencia aparece en el mismo momento en que irrumpe el cristianismo, cuando frente a los que apuntan que una de las principales contribuciones de la nueva fe es servir de puente entre Atenas y Jerusalén, hay quienes –ya sea del lado de la filosofía o de la religión– subrayan la disyuntiva.
Desde entonces, ha sido una constante del pensamiento cristiano recordar la beneficiosa alianza entre fe y razón. Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI hicieron hincapié en que únicamente asumiendo la racionalidad de Dios y, por tanto, de la Creación, es posible el desarrollo científico y que la creencia no lo coarta. Junto a ellos, científicos, creyentes como no creyentes, no solo han sugerido que, en efecto, no existe conflicto entre ambas instancias, sino que además la fe ha operado en muchos casos como motor de nuevos descubrimientos.
No existe antítesis entre ellas, dicen, porque tanto la fe como la ciencia tienen en común la búsqueda de la verdad. Es esta la que las une. Se trata de una lección que no se colige exclusivamente de la historia de la ciencia, en la que hay sobradas muestras de reputados científicos comprometidos con sus creencias, desde Newton hasta Mendel o el propio Galileo. Es algo que también cabe concluir de la experiencia personal de quienes se dedican a la investigación, que no se ven obligados a abdicar de su religión. Por el contrario, sienten que su fe es un acicate para su tarea.
Dios, más allá de la hipótesis
Esto es lo que afirman Andrew Briggs y Andrew Steane, físicos de la Universidad de Oxford. En un ensayo escrito junto con Hans Halvorson, profesor de filosofía en Princeton, explican que durante el ejercicio de su trabajo en el laboratorio no han apreciado jamás la fe como una rémora. “Nunca hemos tenido la necesidad de dejar de lado nuestra identidad cristiana”, dicen categóricamente.
En It Keeps Me Seeking: The Invitation from Science, Philosophy and Religion (Oxford University Press), donde se recogen conversaciones entre los tres autores, no buscan ofrecer un tratado de apologética, ni exponer sesudos argumentos para demostrar la existencia de Dios. Estos cristianos no católicos pretenden superar el plano de lo teórico. De hecho, una de las principales enseñanzas que se puede extraer de la lectura de su libro es precisamente que Dios, más que una hipótesis que exige corroboración, es una persona con la que el ser humano ha de encontrarse. Lo cual no quiere decir que rechacen la teología filosófica: Halvorson, por ejemplo, se declara partidario de la teodicea elaborada por Alvin Plantinga.
La ciencia abre caminos e interrogantes insospechados que ella misma no puede abarcar y que son, por decirlo así, la antesala de la fe
Para un creyente, Dios no es un postulado, advierten. Al hablar de la trascendencia es importante emplear el lenguaje del encuentro. Y precisan: “El encuentro no servirá para resolver ningún problema científico, como la masa del sol, la causa del clima extremo, la estructura del campo de Higgs o el desarrollo del motor del flagelo bacteriano, pero nos animará cada día en nuestro trabajo de investigación, ayudándonos a mantener un alto nivel de integridad científica”.
Los tres coinciden en que se ha creado un mito en torno al nivel de exactitud alcanzado por la ciencia, como si el conocimiento aspirara necesariamente a lo indubitable. Pero, a pesar de lo que crea la opinión pública, los científicos aceptan que hay cosas que no se pueden explicar, del mismo modo que deben aprender a desempeñar su trabajo en un piélago de inseguridades. Para Briggs, Steane y Halvorson sería absurdo exigir en el caso de la existencia de Dios un grado de certeza que no tiene parangón en el contexto de la investigación empírica. No contamos con evidencias absolutas y nos hemos de mover dentro de ese marco. Como el científico, también el creyente es un “buscador” en medio de las dudas y la oscuridad.
Paternalismo cientificista
Si han sentido la necesidad de escribir sobre estos temas ha sido con el fin de combatir las dos posturas que, en la actualidad, niegan que pueda existir concordia entre fe y ciencia. Por un lado, el cientificismo, que reduce la realidad a lo medible y cuantificable, y sostiene que no existe nada espiritual más allá de lo empírico. Por otro, su propia vivencia les ha llevado a rebatir la teoría de los magisterios no superpuestos (non-overlapping magisteria, NOMA, por sus siglas en inglés).
El cientificismo mantiene una actitud claramente hostil hacia la creencia religiosa. Y hacia los creyentes, una condescendencia paternalista. Esta concepción niega, por razones de principio, que puedan existir formas de conocimiento diferentes a las ofrecidas por la ciencia empírico-natural. Pero suponer que el mundo se reduce únicamente a los fenómenos materiales es una conclusión poco rigurosa desde la lógica científica. “La ciencia es la forma de conocer la estructura del mundo físico del que formamos parte, pero no un medio para reducirnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes a meros objetos de escrutinio”.
Es posible que a una mirada superficial se le escape que hay dimensiones que trascienden lo percibido a través de los sentidos. Pero eso no le puede suceder al científico. Una mirada atenta es capaz de descubrir que la realidad material remite a una dimensión más allá de lo físico e irreductible. En este sentido, la ciencia abre caminos e interrogantes insospechados que ella misma no puede abarcar y que son, por decirlo así, la antesala de la fe.
Enriquecimiento recíproco
Y ¿qué decir de los magisterios no superpuestos, la postura de Stephen Jay Gould? Para el biólogo estadounidense, no existe contradicción entre ciencia y religión por la sencilla razón de que no hay nada que vincule a estas dos instancias. Constituyen ámbitos separados y las pugnas surgen únicamente cuando un magisterio pretende imponerse ilegítimamente al otro.
Esta forma de concebir la relación entre ciencia y fe ha recibido amplia aceptación porque, aparentemente, constituye una vía intermedia: no cuestiona la religión, ni la considera una superstición que obstaculiza el avance científico, ni tampoco pone en duda el valor de la ciencia.
Sin embargo, son muchos los investigadores, especialmente creyentes, que consideran la solución poco convincente. Owen Gingerich, profesor emérito de astronomía de la Universidad de Harvard y miembro de la American Academy of Arts and Sciences, ha mostrado cómo las convicciones personales y la exploración del mundo natural se encuentran entretejidas en la historia de la ciencia. A través de ejemplos como el de Galileo, Gingerich sostiene que los científicos poseen sesgos culturales y que estos, tanto para bien como para mal, influyen en su quehacer. Es, pues, poco realista separar la religión de la ciencia.
Su relación puede ser ocasionalmente conflictiva, pero ambas se enriquecen entre sí. Gingerich piensa que, a la vista del prestigio contemporáneo adquirido por la ciencia empírica, tal vez sea superfluo recordar sus beneficios para el hombre, pero no lo es hoy apuntar los de la religión: también esta es imprescindible. Alude, por ejemplo, a las enseñanzas morales que se derivan de las grandes religiones y que evitan que el progreso científico pueda volverse en contra de los seres humanos.
También para Briggs, Steane y Halvorson es cuestionable la opinión de Gould, y para mostrarlo recurren, de nuevo, a su día a día: en ellos, la dedicación a la ciencia se imbrica con su vida espiritual. Ciencia y fe son dos dimensiones humanas cuyo entrelazamiento es innegable a partir de la unidad del ser humano. Ser discípulos de Jesús es algo que marca toda la existencia, afirman expresamente.
Sin miedo a la ciencia
“El notable progreso de la ciencia moderna –sostienen estos autores– hunde muchas de sus raíces en las creencias cristianas”. Para Gingerich, la investigación científica ha de aceptar, para tener sentido, que el universo es comprensible por la inteligencia humana, y esta es la prueba más palpable de un Dios creador. Un universo sin Dios, dice, es una contradicción.
También para Briggs, Steane y Halvorson, la fe en Dios es fundamental en la práctica de la ciencia. En efecto, esta última opera a partir de ciertos presupuestos, como la inteligibilidad del mundo natural, lo que implica orden e inteligencia.
Si el científico ha de vencer los prejuicios que pueda tener sobre la religión, el mismo esfuerzo deben realizar los creyentes hacia la ciencia. No se debe tener miedo del progreso y hay que evitar ese recelo con el que algunas personas con fe miran los últimos descubrimientos, como si supusieran una amenaza a sus convicciones.
El postulado principal en el que se asienta la propia posibilidad de la investigación científica es el de que el universo es comprensible a la inteligencia
No hay, ni puede haber, nada en la ciencia que obligue a renunciar al teísmo, porque también la fe tiene una fuente racional. Incluso se puede decir que la creencia en Dios es lo que sustenta el progreso: “La predicción más razonable es que en el futuro la ciencia avanzará y logrará explicar cada más más fenómenos, aunque siempre habrá cosas que no logre explicar. Esta concepción es también la más adecuada desde un prisma teísta. Porque si el universo tiene una causa trascendente, nuestro deseo de comprender el universo nunca podrá ser satisfecho”. Temas como el dolor, la muerte o la injusticia lo muestran.
El ADN de Occidente
Por otro lado, la armonía entre razón y fe constituye, a juicio de Samuel Gregg, director académico del Acton Institute, la señal de identidad de Occidente. “En ninguna otra cultura –escribe en Razón, fe y lucha por la civilización occidental– se ha logrado esta integración de fe y razón de manera tan sistemática o por un periodo tan prolongado”.
El concierto entre ambas instancias fue posible gracias al cristianismo, que aunó el legado de la filosofía griega con el del judaísmo. No ocurre lo mismo en otras tradiciones religiosas, que, en lugar de presentar a Dios como logos, razón, se inclinan por una concepción más voluntarista.
Según el intelectual estadounidense, el énfasis que Occidente tradicionalmente ha puesto en la búsqueda de la verdad explica sus conquistas principales, tanto culturales como políticas. Siguiendo a Benedicto XVI, Gregg relee el pasado para advertir al lector acerca de las consecuencias que puede producir el desencuentro entre la razón y las creencias religiosas. Cuando estas se separan de la primera, se corre el riesgo de caer en el sentimentalismo, olvidando que la fe aspira a la verdad. Asimismo, es fácil que la razón, abandonada a su propia suerte, dé alas a posturas como el ateísmo naturalista.
Gregg constata con preocupación el debilitamiento de ese vínculo tras el período ilustrado y examina las secuelas que ha dejado en el presente. Si resulta tan idiosincrática esa unidad para Occidente, su pérdida puede desgastar la capacidad de la cultura occidental “para abordar las amenazas que emanan” tanto de la pérdida de sus fuentes primigenias, como de las que proceden de otras culturas, según atestigua el terrorismo yihadista.
En algunos casos, se echa en falta mayor precisión y puede ser contraproducente el tono excesivamente proamericano de su discurso. Ahora bien, el pesimismo de Gregg encuentra algunos atisbos de esperanza. Anima a trabajar de nuevo para restablecer la concordia entre razón y fe y defender los valores que de ella dimanan –la verdad, la libertad, la justicia, la racionalidad, etc.–, así como a aprovechar los puntos de encuentro entre creyentes y no creyentes. Eso haría posible que Occidente se recuperara de su profunda crisis de identidad.